CAPITULO I
De cómo el Santiago del año 1814 al del 1822 no
alcanza a ser ni la sombra del Santiago
de 1860.
¿Que
era Santiago en 1814? ¿Qué era entonces esta ciudad de tan aventajada estatura hoy para su corta edad, y que a las
pretensiones más o menos fundadas de gran pueblo reúne aún las pequeñeces
propias de la aldea?
Santiago
de 1814, para sus felices hijos un encanto, era para el recién llegado
extranjero, salvo el cielo encantado de Chile y el imponente aspecto de los
Andes, una apartada y triste población, cuyos bajos y mazacotudos edificios,
bien que alineados sobre rectas calles, carecían hasta de sabor arquitectónico.
Contribuía a disminuir el precio de esta joya del titulado Reino de Chile,
hasta su inmundo engaste, porque si bien se alzaba sobre la fértil planicie del
Mapocho; limitaba su extensión al norte el basural del Mapocho; al sur, el
basural de la Cañada; al oriente, el basural del recuesto del Santa Lucía, y el
de San Miguel y San Pablo al occidente.
Si la
orla de Santiago era buena ¿qué nombre podría cuadrar a los campos que
arrancaban de ella, vista la índole apática y satisfecha de sus ceremoniosos
hijos?
Sólo el
valle oriental del pueblo, merced a las aguas del Manzanares chileno ya las de
los cristalinos arroyos que surgen de los primeros escalones de los Andes, era
un verdadero jardín, comparado con los yermos campos que se extendían al norte,
al oriente y al sur de nuestra capital.
El llano
de Maipo, verdadera hornaza donde el sol estival caldeaba sin contrapeso el
sediento pedrero, sólo ostentaba, en vez de árboles, descoloridos romeros, y en
vez de pastos, el fugaz pelo de ratón. Allí, según el poético decir de nuestros
huasos ni el canto de las diucas se escuchaba.
¡Quien,
al contemplar la Satisfecha sorna de nuestro modo material de hilar la vida,
hubiera podido adivinar entonces que, andando el tiempo, esos inútiles eriazos
visitados por vez primera el año ‘20 por el turbio Maipo, época en que este río
unió parte de su fecundo caudal con las escasas y siempre disputadas aguas del
Mapocho, habían de ser los mismos por donde ahora brama y corre la locomotora a
través de las frescas arboledas que circundan mil valiosas heredades rústicas,
en cada una de las cuales la industria, el arte y las comodidades de la vida,
parece que hubiesen encontrado su natural asiento!
¡Quién hubiera imaginado que aquellos inmundos ranchos
que acrecían la ciudad tras del basural de la Antigua Cañada, se habían de
convertir en parques, en suntuosas y regias residencias, -más que el mismo
basural se había de tomaren Alameda de Delicias paseo que, sin ruborizarse,
puede envidiamos para sí la más pintada ciudad de la culta Europa! Milagros
todos, hijos Legítimos de nuestro inmortal 12 de febrero de 1818, época en la
que, rota definitivamente la valla que se alzaba entre nosotros y el resto del
mundo civilizado, nos resolvimos a campear por nuestra propia y voluntaria
cuenta.
Pero no
anticipemos.
Santiago, que veinticuatro años después de la época a que me refiero
sólo contaba con 46.000 habitantes, visto desde la altura del Santa Lucía,
parecía, por sus muchos arbolados, una aldea compuesta de casaquintas alineadas
a uno y otro lado de calles cuyas estrechas veredas invadían con frecuencia, ya
estribos salientes de templos y de conventos, ya pilastrones de casas más o menos
pretenciosas de vecinos acaudalados; cosa que no debe causar maravilla, porque
la iglesia y la Riqueza nunca olvidan sus tendencias invasoras.
Nuestra
capital sólo contaba con una recova con una sola plaza mayor, en la cual se
encontraban, junto con las mejores tiendas de comercio, la catedral, un
convento de monjas, la residencia de las autoridades el cabildo, y la inexorable
cárcel pública, que, a usanza de todos los pueblos de origen español, ostentaba
su adusta reja de fierro y las puercas manos de los reos que, asidos’ a ella,
daban audiencia a sus cuotidianos visitantes. Era cosa común de ver todas las
mañanas tendidas, al lado de afuera de la arquería de este triste edificio, uno
o dos cadáveres ensangrentados, allí expuestos por la policía para que fuesen
reconocidos por sus respectivos deudos.
Desde la
puerta de la cárcel, y formando calle con la que ahora llamamos del Estado, se
vela alineada una fila de burdos casuchos de madera y de descuidados toldos
que, con el nombre de baratillos, hacían
entonces las veces de las graciosas y limpias tiendillas que adornan ahora las
bases de las columnas del portal Fernández Concha. Tras de aquellos repugnantes
tendejones, se ostentaba un mundo de canastos llenos de muy poco fragantes
zapatos ababuchados, que esperaban allí la venida de los sábados para proveer
de calzado a los hijos de las primeras familias de la metrópoli, porque parecía
de ordenanza que a esos jovencitos sólo debía durar una semana un par de
zapatos de a cuatro reales el par.
En vez
del actual portal Fernández Concha, existía una baja y oscura arquería donde
estaban colocadas las tiendas de más lujo, verdaderos depósitos de abastos, en
los cuales encontraba el comprador, colocados en la forma más democrática,
ricos géneros de la China, brocados, lamas de oro, gafetas zarazas, lozas y
cristales, cuentas para rosarios, chaquiras, juguetes para niños, cuadros de
santos, cohetecitos de la China, azúcar, chocolate, yerba, quincalla y cuanto
Dios crió, alumbrado de noche con velones de puro sebo colocados en candeleros
de no menos puro cobre, con su obligado séquito de platillos de despabiladeras
y de chorreras de sebo.
En medio
de aquella plaza, que así servía para las procesiones y el lucimiento de las milicias, se veía un
enorme pilón de bronce rodeado siempre de aguadores, que después de llenar con
mates (calabazos) los barriles de sus cabalgaduras, proveían de agua potable a
la población; y a uno y a otro lado, con frecuencia una o dos horcas para los
ajusticiados, sin que su tétrica presencia desterrase ni por un instante de
aquella aristocrática plaza la fatídica y permanente estaca que llamaban rollo.
Valdivia
ni soñó siquiera con la probable altura que, con el tiempo, debían alcanzar las
casas de la capital cuando su recto trazado ejecutaba, puesto que sus calles,
de regular anchura para casas de un solo piso, ya son angostas para casas de
dos, y bastaría un piso más para que quedasen condenadas a perpetua sombra.
Gozaban
las casas de patios, de corrales y de jardines; todas ostentaban, por entrada, enormes
portones, en cuyas robustas manos lucían filas de abultados pernos de cobre
para aumentar su solidez; y a ninguna de aquellas que pertenecían a magnates
hacia falta, a guisa de adorno coronando el portón, un empingorotado mojinete
triangular, en cuyo centro se veían esculpidas las armas que acreditaban la
nobleza de sus respectivos dueños.
Todavía
el lujo extranjero ni pensaba invadirnos; así es que los salones de nuestros
ricos “homes” sólo ostentaban lujo chileno; en vez de empapelado, blanqueo; en
vez de alfombras de tripe cortado, estera de la India o alfombra hechiza que
ocupaba sólo el centro del salón y dejaba francos los lados de la pared para
los asientos, cuya colocación concordaba
con las rígidas apariencias morales propias de aquel entonces; porque los
destinados a las señoras se colocaban siempre en el costado opuesto a aquel
donde sólo debía sentarse el sexo masculino. Dedúcese de esta poco estratégica
colocación para las amorosas batallas, la mutua angustia de los enamorados,
aunque fama que ellos se desquitaban después, ya por entre las rejas de las
ventanas que daban a la calle, ya por sobre las bardas de las paredes de los
corrales. Por lo demás, mesas de madera con embutidos de lo mismo, junto con
sus blandones de maciza plata, ostentaban imágenes religiosas, pastillas
adornadas del Perú, pavos de filigrana de plata, y mates manserinas,
sahumadores y pebeteros del mismo metal. El adorno de las paredes se reducía a
uno o dos espejos con marcos de recortes de espejitos artísticamente
acomodados, uno que otro cuadro del santo de la devoción de la familia, y tal
cual espantable retratón de algún titulado antecesor hecho por el estilo del
buen Joséphus Gil. El alumbrado de todo el retablo hacía con velones de sebo, y
en los inviernos se templaba el aire del salón con brasas de carbón de espino
colocadas en un poderoso brasero de plata maciza con su guapa tarima en medio
del aposento.
Las
familias menos acomodadas ostentaban en sus salas de recibo el mismo lujo que
las ricas; pero en menor escala, porque, salvo presencia del piano forte, muy
escasa entonces, o la del clave, instrumento que el pobre suplía con la
guitarra arrimada a la pared, y la de la alfombra entera, que el pobre suplía
también con una tira de jergón colocada sobre una tarima bajo la cual se sentía
el retozo de algunos cuisitos, ver una
sala de recibo bastaba para poder dar alas demás por vistas.
No
sucedía lo mismo con el lujo exterior, cuyo símbolo principal era la calesa,
pues semejante carruaje sólo por nobles era usado. Este espantable vehículo,
con medas por detrás, con una fila de clavos jemales enhiestos en la tabla que
les servía de unión, para evitar que los niños de la calle aumentasen con su
peso el abrumador del armatoste, con sopandas de cuero con llantas a pedacitos
sujetas en las camas con monstruosos estoperoles, era para la gente acomodada,
arca de Noé tirada por una sola muía, sobre la cual, para mayor abundamiento,
se arrellanaba el auriga, zambo gordo, con su correspondiente poncho y sombrero
guarapón.
Las
calles que atravesaba dando coscorrones este digestivo vehículo, en vez de
convexas, eran cóncavas, y por su centro, orillado de pedrones, corrían regueros
del Mapocho.
No
carecía de chiste lo que llamaban alumbrado público. Consistía éste en un farol
que la policía obligaba a costear a cada uno de los vecinos del buen Santiago,
para que, colgado en el umbral de la puerta de la calle, alumbrase con una
velita de sebo, algo siquiera de las solitarias calles, en las primeras horas
de la noche. Mas, corno la policía no fijaba ni la clase de farol, ni el tamaño
de la vela, faroles de papel y agonizantes y corridos cabitos de sebo lanzaban
desde muchas puertas una mezquina y opaca luz sobre las no muy limpias veredas
que tenían al frente y digo no muy limpias, porque, si medio siglo después
aquellas garitas de aseo que bautizó el pueblo con el nombre de chaurrinas no
fueron aceptadas, dejo al lector deducir lo que sería el tal aseo medio siglo
antes. Así es que, para evitar indecentes encuentros, las damas que sallan a
visitar de noche iban siempre precedidas de un sirviente que, armado de un
garrote y provisto de un farol, se detenía a cada momento, ya para alumbrar el
pasaje de las acequias que corrían a cara descubierta por el medio de las
calles derechas, ya para hacer lo mismo en el de las subterráneas de las
atravesadas, cuyos desbordes, que llamaban tacos, inundaban con asquerosas
avenidas trechos extensos de la vía pública.
Pero no
se crea que porque hablamos de garrotes y de farolitos pretendemos sentar que
la capital del Reino de Chile carecía entonces de policía nocturna de seguridad
porque esa policía existía y con el curioso nombre de Serenía, así como sus
soldados, con el de serenos; si bien hasta ahora nadie ha podido adivinar si
este nombre proviene del sereno que cogía el guardián en las noches claras bien
de la serenidad con que aguantaba los aguaceros
en las noches turbias. El sereno, a su privativa obligación, reunía la de
asustar al diablo y la de ser el reloj y el barómetro ambulantes del pueblo.
Oíanse a cada rato, en las silenciosas horas de la
noche, los desapacibles berridos de estos guardianes, quienes tras un
destemplado y estrepitoso ¡Ave María Purísima! gritaban la hora que sonaba el
histórico reloj del templo de la Compañía, y en seguida el estado atmosférico.
Un día,
después de recorrer las casas del barrio, entró en la de mis padres, con gran
séquito de muchachos y de curiosos, una bandeja que bajo una añascada
servilleta ocultaba en su centro un misterioso bulto. ¿Qué podría ser aquello?
¿Por qué
se daban tanta prisa en santiguarse las beatas al aproximarse a la bandeja?
¿Qué otra cosa había de ser sino que allí estaba en cuerpo y alma el mismísimo
zapato del diablo, con sus clavos gastados, su talón caldo y su azufrado
aliento Decía la crónica de entonces que la noche anterior, al atravesar el
diablo la plazuela de la Compañía, caballero sobre otro diablo introducido en
una yegua, tuvo tal susto al oír un inspirado¡ Ave María! que le disparó un
sereno al cantar la hora, que sobrecogido perdió los estribos, y que al volar
maldiciendo y dándose asimismo calle abajo, se le había caído aquel zapato.
Exhibiciones que tan a lo vivo como ésta manifestaban
el estado de inocente credulidad en que nuestro pueblo se encontraba en la
época colonial, no eran escasas; pues yo recuerdo haber visto, después de la
batalla- de Chacabuco, otra bandeja igualmente andariega y misteriosa, en la
cual, en vez de un sucio chancletón, se veía un celemín de colitas de marrano,
que pasaban por apéndices traseros cortados por nuestros soldados en el fragor
de aquella refriega a los sarracenos, nombre que también se daba entonces a los
militares peninsulares.
Pero si es cierto que Santiago no gozaba
de aquellos regalos ni de aquellas comodidades que constituyen lo que los
ingleses llaman confortable, también lo es que, a medida que hemos ido entrando
en ellas, hemos ido perdiendo aquella manifiesta y leal confraternidad, aquella
envidiable franqueza que desplegaban los dueños de casa para con las familias
amigas o desconocidas que venían de otro barrio a avecindarse en el suyo; pues
al recado de felicitación se unía siempre el ofrecimiento de la paila y de la
jeringa.
Esta confraternidad subía de punto para con los deudos
y convidados, sobre todo a la hora de comer. La dueña de casa a poco de
principiar la comida, buscaba solícita en su propio en la mesa, un apetitoso
bocado, y elevándolo con su propio tenedor, se lo ofrecía con gracioso ademán
al convidada, quien, haciendo con presteza otro tanto con su tenedor, devolvía
a la dama un cortés saludo. Cuando se servía algún guiso o alguna notable
confección culinaria, al momento el dueño de casa se acordaba de aquél de sus
amigos o parientes que más gustaba de este bocado, y en el acto, colocado en
una fuente con tapa un buen trozo del apetitoso manjar, cubierto todo con una
añascada y limpia servilleta, caminaba para la casa del favorecido. Pero esto
nada era en comparación del recado que acompañaba el obsequio, recado que era,
es. y será mientras vivan hombres en el mundo, la quintaesencia de todas las
finezas habidas y por haber. Decía así: “mando a usted ese bocado, porque me
estaba gustando”. Ese me estaba gustando, que tampoco se usa en el día en parte
alguna por lo difícil que es al hombre traducir en hechos su significado, se usaba
entonces en Chile; y, a fe que si el buen Víctor Hugo le cogiese a mano, si
para traducir el sentido de la porquería que dijo el irritado Cambronne empleó páginas
enteras para el me estaba gustando, escribirla tres tomos.
El bello
sexo santiagueño del año 14 merecía, sin ser tan artificioso en su atavío como
lo es el del día, el nombre de bello que siempre le ha sentado.
El
adorno de la cabeza se reducía en vez de sombrero europeo, al propio e
incomparable cabello de la mujer chilena, a la airosa mantilla, y a tal cual
flor recién cogida del jardín.
Las niñas lucían simples trenzas y sólo levantaban
moño cuando se casaban. Lo que es polvo de arroz, velutina, brillantina y
cuantas trampas terminan en ina, no se merecían en aquella época; pero a
trueque de todas ellas, nunca dejó de oírse a todas horas en las calles de
Santiago la voz chillona de una vieja que de puerta en puerta repetía: ¡Oblea!
¡Pajuela! ¡Solimán crudo! Eran lo primero unas hostias mal hechas de las cuales
cortaba con tijera, el que escribía, cuadros para pegar el cierro sus cartas;
lo segundo, mechas de algodón azufradas que desempeñaban las funciones de los
fósforos del día, y lo tercero, el precursor obligado de todos los afeites
femeninos.
La
palidez y las ojeras sólo indicaban solo enfermedades, calaveradas o malas noches,
y nunca la echaron de cebo para atraer enamorados; ni de galas de hermosura,
como sucedió después. Merced a la sencillez y a la limpieza del vestido corto,
nunca profanado por la tierra y las inmundicias de la calle, lucía en todas
partes la airosa santiagueña uno de sus más inocentes y poderosos atractivos,
aquel pulido y bien calzado pie que nunca deja de admirar la raza sajona cuando
visita las regiones meridionales; así es que ni en la mente más extravagante
pudo detenerse entonces la estrafalaria idea que algún día llegase la mujer
chilena por espíritu de imitación, a ocultar su
escoba de barrer calles, que no es otra cosa el traje rico y arrastrado
que ahora lleva. Ocurriósele en aquel tiempo a una bisoja, pero elegante y
acaudalada moza española, encubrir su defectuoso mirar echándose al descuido y
con cuidado sobre el ojo izquierdo un crespo de sus preciosos cabellos, y las
chilenas encubrieron uno de sus dos luceros por entrar en la moda. Quiso una
barrigona embarazada dar a sus dos contrapuestas prominencias una forma más
aceptable, y se caló el guardainfante, que acabó por crinolina, y las doncellas
chilenas, sin tener infantes que guardar, se plantaron también a su
guardainfante. A otra vieja francesa, por encubrir las arrugas de su frente, se
le ocurrió desparramar sobre aquel eriazo un borbollón de crespos postizos, y
las chilenas ocultaron y siguen ocultando su hermosa y tersa frente con esos
extravagantes apéndices que sólo pueden caer bien a las viejas y a los
caballos. Pero consolémonos, pues todas estas trampillas no alcanzan sólo a la
mujer chilena, porque son importadas.
Embrionaria por demás era la educación escolar en aquel pasado tiempo; la
que se daba a la mujer se reducía a leer, a escribir y a re-zar; la del hombre que
no aspiraba ni a la Iglesia ni a la toga, a leer con sonsonete, a escribir sin gramática,
y a saber de saltado la tabla. Multiplicar,
con aquello de fuera de los nueves. Olvidábaseme decir que el alfabeto tenía
una letra más de las que ahora tiene, la Cruz de Malta que procedía a la letra
A, y que se llamaba Cristus.
Nuestras escuelas de hombres, a donde concurríamos
niñitos hasta de 17 años de edad, todos de chaqueta y mal traídos, no por falta
de recursos, sino por sobrado desastrosos, a pesar del látigo y del mango del
plumero manejados con bastante destreza por nuestros graves antecesores, se
reducían a un largo salón partido de por medio por una mesa angosta que dividía
a los educandos en dos bandas, para que pudiesen mejor disputarse la palma del
saber. Uno de los costados de la mesa llevaba el nombre de Roma. el otro el de
Cartago; y un cuadro simbólico representando la cabeza de un borrico, de cuyo
hocico colgaban un látigo y una palmeta era por su mudable colocación el
castigo del vencido o el premio del vencedor.
El
profesor o dómine, quien, como todos los de su especie entonces, podía llamarse
don Tremendo, ocupando en alto una de las cabeceras del salón, ostentaba sobre la
mesa que tenía por delante, al lado de algunas muestras de escritura y de tal
cual garabateado catón, una morruda palmeta con su correspondiente látigo,
verdaderos propulsores de la instrucción y del saber humano en una época en que
se encontraba letra con sangre entra.
En cuanto
a la educación superior, peor es meneallo, porque todo lo aprendíamos en latín,
para mayor claridad. Del estudio especial del idioma español, ¿para que hablar?
ni ¿quién podía perder tiempo en ponerse a estudiar un idioma que todos
nacíamos hablando? Como diz que se expresó, por mal de sus pecados, el buen don
Juan Egaña cuando se le consultó si el estudio de la gramática castellana
debería o no entrar a formar parte de los ramos especiales que se enseñaban en
nuestros colegios. Y, ya que el acaso me ha hecho topar con la gramática de la
Academia Española, no está de más que sepan nuestros sabios del día que en 1814
ni vislumbre siquiera existía en Chile de semejante mueble. En las
conversaciones que el acaso me proporcionaba tener con el distinguido patriota
y sabio jurisconsulto don Gabriel Palma sobre la educación que se daba en Chile
a la juventud en aquella época, me aseguró, y este dato fue ratificado después por
los viejos generales Lastra y Pinto, que en 1815, siendo él profesor de
latinidad en el Seminario, enseñaba a hurtadillas y como por mero adorno
suplemental a sus manteístas, algunas reglas de hablar y de escribir en
castellano, porque nadie se hubiera entonces atrevido a enseñar en público
semejante bagatela. No habla en parte alguna ni gramáticas ni diccionarios
puramente españoles, porque estas dos bases fundamentales de nuestro idioma
sólo comenzaron a verse entre nosotros, y en muy contado número, a principios
del año de 1817.
Nadie
podrá disputar con justicia a Palma la gloria de haber sido el primer profesor de gramática castellana en
Chile, ni al general don Francisco Antonio Pinto la de haber hecho terciar, por
primera vez, al gobierno patrio en esta mejora de la pública instrucción, al
ordenar, como ministro del Interior, el año 1825. Que tuviese el estudio
especial de la gramática castellana como parte integrante de los del Instituto.
Pero no quiero anticiparme, para no destruir la ilación que me imponen las
fechas.
La cimarra, sustantivo chileno derivado del
adjetivo cimarrón, fue seguramente inventada por los niños de mi tiempo.
Concurríamos temprano a las escuelas, y por poco que tardase en abrir el
profesor, nos llamábamos a huelga, y sin más esperar, nos marchábamos al río a
provocar a los chimberos para decidir quién quedaría dueño aquel día del puente
de palo. En él y debajo de él, porque el río iba casi siempre en seco, nos
zamarreábamos a punta de pedradas y de puñetes hasta la hora de regresar a
nuestras casas, lleno el cuerpo de moretones y la cabeza de disculpas, para
evitar las consecuencias del enojo paterno, aunque siempre en vano, porque el
palo del plumero nunca dejaba de quitarnos de las costillas el poco polvo que
nos habían dejado en ellas los mojicones.
Cuando
recuerdo que, hombrecitos de 14 a 16 años, andábamos todas las siestas, a hurto
de nuestros padres, corriendo por tejados y desvanes pesa en mano, para
apoderarnos de los volantines ajenos; cuando recuerdo cuánto afán costaba a
nuestros padres, después de hacernos
saludar a la gente, el conseguir que permaneciésemos algunos momentos en
la sala de recibo, y veo que los niños del día, no sólo acuden a saludar sin
ser llamados, sino que ni siquiera nos dejan hablar por quererse meter a gente
antes de tiempo; cuando recuerdo que considerábamos perdido el día domingo que
no había sido empleado en correr a caballo, en enlazar, en buscar camorras, en
trepar sobre los árboles, en rompemos la ropa, en embarramos y hasta en
extender cuerda de vereda a vereda para levantar perros a la pasada; y veo
ahora que jueves y domingo se inunda de pequeños y satisfechos estudiantes
nuestro principal paseo; que cada uno de ellos en los días comunes anda mejor
traído que lo que andábamos nosotros en los días festivos; que a ninguno le
falta bastón en vez de llevar pañuelo, pues más necesidad tienen las narices de
éste, que sus infantiles pies del primero; que en todas partes se adelantan a
ocupar los sofás de preferencia, sin cuidarse de cederlos a las señoras: que
cuando andan juntos no se oye más voz que la de ellos y que cuando solos,
parece por su afectada gravedad que, puesta la mente en alguna Dulcinea,
anduviesen en pos de consonantes para una endecha amorosa; cuando les oigo muy
orondos meter su cuchara de pan en los puntos más delicados del derecho, en lo
más intrincado de las cuestiones
religiosas, en la inconstancia de las mujeres, y hasta en el hastío que les causan
los desengaños de la vida, de veras que me siento humillado por mis
antecedentes. La altura a que han llegado nuestros niños en el día, sólo puede
igualarse en tamaño con la hondura del abismo en que se criaron los niños de mi
tiempo.
También
gozaban de especial sabor las diversiones públicas de aquel Santiago del recién
proscrito faldellín. Las carreras de la Pampilla y del Llanito de Portales eran
los lugares donde, a campo abierto y sin tribuna alguna, nobles y plebeyos
acudían, encaramados sobre toneladas de pellejos liguanos a disputar el premio,
ya de la velocidad o ya del poderos empuje del pecho de los caballos diversión
que, estimulada por la bebida y el canto, solía lucir por obligado postre, amén
de algunas costaladas, tal cual descomedida puñalada.
No menos democráticos que las carreras los burdos
asientos del reñidero de gallos colocaban hombro con hombro al marqués y al
pollero, sin que ninguna de estas dos opuestas entidades, entusiasmadas por el
ruido de las apuestas y el revuelo de los gallos, se curase de averiguar la
supuesta o la real importancia de su vecino. Las corridas de toros, las de
gallardas cañas, se alternaban con las festividades religiosas de dentro y de
fuera de los templos. Los días de los santos de hombres ricos, la escasa música
de la guarnición de la plaza recorría solícita las calles y tocaba en los
patios de las casas de los pudientes que enteraban año. El ceremonioso
contoneo, la bolonilla, el calzón corto y la hebilla de oro, ordinarios
acólitos de los besamanos, contrastaban con los repiques de campanas y con los
voladores y las temidas viejas que atronaban el aire cuando el natalicio del
Rey o cuando la entrada de un nuevo Gobernador y Capitán General del Reino de
Chile. Las visitas a los retablos de los nacimientos y las comisiones, esas
batallas aéreas de volantines contra estrellas hasta de cien pliegos de papel
de magnitud, cuyas caídas y enredos de cordeles alborotaban a los dueños de
casa, se llevaban las tejas por delante y ocasionaban en las calles chañaduras y muchas veces navajazos y bofetadas;
todas estas diversiones, incluso aquélla de sacar reos de la cárcel para matar
a garrotazos perros en las calles, daban golpes y materia de variada conversación
en el feliz Santiago.
Lo que es
teatro, poco o nada se estilaba; porque todavía los títeres, verdaderos
precursores del teatro, cuasi ocupaban por entero su lugar, así es que muy de
tarde en tarde hacían olvidar los chistes del antiguo Josecito, hoy Don
Pascual, algunos espantables comediones o sainetes que, con el nombre de Autos
Sacramentales, solían representarse en los conventos.
Siempre
entraban en estas composiciones religiosas, muy celebradas entonces, su San
Pedro, su San Miguel, con aquello de:
Yo soy el ángel que vengo
De la celestial esfera
Mandado del mismo Dios
Para
hacerte cruda guerra;
El Rey Moro, el Diablo, el gracioso, la criada
respondona, y cuantos otras disparates podía personificar el mal gusto.
Concordaban a lo vizcaíno los trajes con las personas que debían caracterizar,
y sólo faltó para su incuestionable perfección que algún roto saliera haciendo
de Julio César con botas granaderas y su guapa chapa de pedreñales en la
cintura.
Puede
calcularse cuán en mantillas estaría el teatro el año catorce por lo que era el
año veinte, y esto que tenía por padre y por sostenedor a un hombre tan activo,
tan inteligente y patriota como lo era don Domingo Arteaga, sin cuyo celo quien
sabe cuánto tiempo más hubiéramos tenido que pasar contentándonos con simples
teatros como el de la ¡chingana de ña Borja! A este activísimo empresario
debemos la erección del primer teatro chileno, fundado el año 18 en la calle de
las Ramadas, trasladado el año 19 a la de la
Catedral, y colocado de firme el año 20 en la antigua
plazuela de la Compañía, hoy plaza de O'Higgins.
Coma la
moralidad de las representaciones teatrales era cuestiona da por los rancios
partidarias del Rey, las patriotas, convirtiendo teatro en arma de combate,
después de escribir con gordas letras en el telón de boca de estas das versos
de don Bernardo de Vera:
He aquí el espejo de virtud y vicio,
Miraos en él y pronunciad al juicio, establecieron
como regla fija que el teatro se abriera siempre con la Canción Nacional,
versas del mismo Vera y música del violinista don Manuel Robles y que sólo se
representaran en él, con preferencia a otros dramas, aquellos que, corno Roma
libre, tuviesen más relación con la situación política que el país se encontraba.
Comoquiera que fuese, en el teatro ni actores ni espectadores se daban cuenta
del papel que a cada uno correspondía. En el simulacro de las batallas, las de
afuera animaban a los del proscenio; en el baile, los de afuera tamboreaban el
compás, y si alguno hacía de escondido y otro parecía que le buscaba
inútilmente, nunca faltaba quien le ayudase desde la platea diciendo bajo la
mesa está. Recuerdo dos hechos característicos. Fue una vez pifiada aquella
afamada cómica Lucía, que era la mejor que teníamos, y ella en cambio y con la
mayor desenvoltura, increpó al público lanzándole con desdeñoso ademán la
palabra más puerca que puede salir de la boca de una irritada verdulera. Fue llevada a la cárcel,
es cierto; pero también lo es que al siguiente domingo, mediante un cogollo o
pecavi que ella confabuló para el público, éste la comenzó a aplaudir de nuevo.
En la platea figuraban siempre en calidad de policía tres soldados armados de
fusil y bayoneta: uno a la izquierda, otro a la derecha de la orquesta y el
tercero en la entrada principal. Principiaba entonces el uso de no fumar en el
teatro; pero un gringo que no entendía de prohibiciones, sobre todo en América,
sin recordar que tenía al soldado a su lado, y sobre su cabeza el palco del
Director Supremo don Bernardo O’Higgins, sacó un puro y muy tranquilo se lo
puso a fumar. El soldado lo reconvino, el gringo no hizo caso; pero apenas
volvió el soldado a reconvenirlo con ademán amenazador, cuando, saltando el
gringo como un gato rabioso, empuña el fusil del soldado para quitárselo, y se
arma entre ambos tan brava pelotera de cimbrones y de barquinazos que Otelo y
Loredano, desde el proscenio y los espectadores desde afuera, se olvidaron de
la enamorada Edelmira para sólo contraerse al nuevo lance. O'Higgins, que no
quiso ser menos que todos los demás sacando el cuerpo fuera del palco, con voz
sonora gritó al soldado: ¡cuidado, muchacho, como te quiten el fusil!
Envalentonado entonces el soldado, desprendió el fusil de la garra británica, y
de un esforzado culatazo tendió al gringo de espaldas en el suelo; ¿Y qué
sucedió después? Nada. Se dio por terminado el incidente y Edelmira volvió a
recobrar sus fueros.
Pero no
todo era solaz y recreo en el Santiago de la Patria Vieja y de San Bruno,
porque la seguridad individual que se gozaba en él casi no merecía semejante
nombre. A cada rato corría de boca en boca, a falta de diarios noticiosos, que
algún salteo o algún asesinato se había perpetrado en alguno de los conocidos
centros del crimen, como ser Pasos de Huechuraba, San Ignacio, Portezuelo de
Colina, La Dormida, Cuestas de Lo Prado y de Zapata, Llanos de Peñuelas y otros
lugares cuyos nombres omito, porque no estaban, como lo estaban éstos, en tan
frecuente contacto con la capital.
Los
viajes se hacían a caballo; mas ninguno viajaba sin su chapa de pistolas, su
machete y muchas veces sin su naranjero, antigua, ametralladora en cuya boca,
que parecía trompa, se echaba para cargarle un puñado de balas.
Allá por los fines de cada septiembre, época de los
rodeos, se notaba gran movimiento de carretas, de mulas y de huasos a caballo
en las puertas y en los patios de las casas de los hacendados que se disponían
a marchar con sus familias hacia sus propiedades rurales. Las carretas, único
vehículo que en los viajes usaban las señoras, los niños y las criadas, eran
unos pesadísimos y antediluvianos armatostes, cuyas toscas ruedas llevaban por
llantas burdos trozos de algarrobo sujetos con estacas de lo mismo, y por ejes,
gruesos garrotes de madera,. hechos, como vulgarmente se dice, a punta de
hacha, que no dejaban de chirriar desde el momento de ponerse en marcha hasta
el de llegar a su destino. Sólo 26 años después, esto es, el año de 1830, se
introdujo por primera vez en Chile el uso de la llanta de fierro para mejorar
esta importante Arca de Noé. En ella, junto con los colchones que cubrían el
centro para mitigar la fuerza de los golpes que le hacían dar las desigualdades
del piso de los caminos, y la cortina de seda que adornaba su entrada, se veían
siempre figurar en el más amigable y franco consorcio, señoras, criadas, niños,
canastos con naranjas, canastos con huevos duros y con fiambres, canastitos de
dulces de las recogidas, el tiesto íntimo de plata maciza, la harina tostada,
el charqui para valdiviano, el terrífico instrumento del bitoque y la siempre
consoladora guitarra. Con este ajuar, y al lento paso de pesados bueyes, se
llegaba al cabo del día, después de sufrir un sol abrasador, a unos simulacros
de posadas o de ventas donde todo faltaba menos la incomodidad. En cuatro días
se llegaba a Valparaíso, y en más o menos tiempo a las haciendas a donde se
dirigían las caravanas primaverales.
Los
comerciantes de Santiago ocurrían con frecuencia para el abasto de mercaderías
a Buenos Aires desde cuya plaza, a lomo de mula y a través de las peligrosas
laderas de los Andes, internaban en Chile los efectos que no les era dado
encontrar en la aldea de Valparaíso.
¡Cuánto
tiempo no se perdía entonces, cuánta vida no se malgastaba en puros viajes!
No sólo,
pues, debe buscarse la causa del atraso en que yacen algunas naciones en las
instituciones políticas que las rigen. El forzoso aislamiento en que se
encuentran en sus respectivas residencias los hijos del mismo país, la falta de
continuo y fácil contacto entre unos y otros concurren a una, con las malas
instituciones, al lamentable atraso del comercio, de la industria y al de la misma
civilización. Los caminos y la supresión de las distancias hacen al hombre más
social, prolongan su vida útil, y con la experiencia que ésta da, mejora en
rodos sentidos su condición.
Quien
vio a Santiago el año de 1814 y lo tomó a ver el de 1825, pudo decir con
fundamento: O los grandes acontecimientos políticos y sociales recién desarrollados
en este pueblo no le han dado siquiera tiempo para vestir un traje menos raído,
o Santiago ha nacido para eternizarse como se esta.
El
Santiago material del año catorce, salvo escasísimos retoques, era el mismísimo
del año veinticinco. Solo por que no se me enfaden los santiagueños nacidos el año de 1830 no
quiero traer, con detalles, a la memoria los sustos que pasábamos en la feliz
Cañada cuando, escapada alguna vaca del inmundo matadero de San Miguel,
perseguida con temerosa algazara por perros y por huasos de a caballo atravesaba
furiosa aquel paseo llevándose por delante cuanto encontraba. Cierto es que el
año de 1830 ya no tenía que andar forzosamente el Presidente con banda lacre y
rapacejos de oro, como lo es también que ya ese año comenzó la derrota de las
pesadísimas calesas, la feliz aunque lenta introducción de birlochos y de
coches, aunque para ser justos es fuerza no olvidar que los tales carruajes se
lavaban en plena calle a fuerza de abluciones de agua de la acequia lanzadas
sobre el vehículo a punta de mate o de cáscaras de sandias.
Pero no
nos burlemos de modestas cunas; las andrajosas aldeas de Santiago y Concepción
fueron las de nuestros padres y de entre aquellos andrajos se alzaron los
gigantes a quienes debemos patria y libertad.
Descrito
sobre corriendo el primer teatro de mis pasados tiempos, voy a
seguir consignando, según el orden numérico de los
años transcurridos, lo poco que la edad no ha podido aún borrar de mi memoria.
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