domingo, 25 de marzo de 2012

LA ÚLTIMA NIEBLA, María Luisa Bombal




LA ÚLTIMA NIEBLA





El vendaval de la noche anterior había remojado las tejas de la vieja casa de campo. Cuando llegamos, la lluvia goteaba en todos los cuartos.



—Los techos no están preparados para un invierno semejante —dijeron los criados al introducirnos en la sala, y como echaran sobre mí una mirada de extrañeza, Daniel explicó rápidamente:


—Mi prima y yo nos casamos esta mañana. Tuve dos segundos de perplejidad.


—"Por muy poca importancia que se haya dado a nuestro repentino enlace, Daniel debió haber advertido a su gente" —pensé, escandalizada.

A la verdad, desde que el coche franqueó los límites de la hacienda, mi marido se había mostrado nervioso, casi agresivo.

Y era natural.



Hacía apenas un año efectuaba el mismo trayecto con su primera mujer; aquella muchacha huraña y flaca a quien adoraba, y que debiera morir tan inesperadamente tres meses después. Pero ahora, ahora hay algo como de recelo en la mirada con que me envuelve de pies a cabeza. Es la mirada hostil con la que de costumbre acoge siempre a todo extranjero.



— ¿Qué te pasa? —le pregunto.
—Te miro —me contesta—. Te miro y pienso que te conozco demasiado...



Lo sacude un escalofrío. Se allega a la chimenea y mientras se empeña en avivar la llama azulada que ahúma unos leños empapados, prosigue con mucha calma:



—Hasta los ocho años, nos bañaron a un tiempo en la misma bañadera.



Luego, verano tras verano, ocultos de bruces en la maleza, Felipe y yo te hemos acechado y visto zambullirse en el río a todas las muchachas de la familia. No necesito ni siquiera desnudarte. De ti conozco hasta la cicatriz de tu operación de apendicitis.



Mi cansancio es tan grande que en lugar de contestar prefiero dejarme caer en un sillón. A mi vez, miro este cuerpo de hombre que se mueve delante de mí. Este cuerpo grande y un poco torpe yo también lo conozco de memoria; yo también lo he visto crecer y desarrollarse. Desde hace años, no me canso de repetir que si Daniel no procura mantenerse derecho terminará por ser jorobado. Y como a menudo enredé en ellos dedos temblorosos de rabia, conozco la resistencia de sus cabellos rubios, ásperos y crespos. En él, sin embargo, esa especie de inquietud en los movimientos, esa mirada angustiada, son algo nuevo para mí.



Cuando era niño, Daniel no temía a los fantasmas ni a los muebles que crujen en la oscuridad durante la noche. Desde la muerte de su mujer, diríase que tiene siempre miedo de estar solo.



Pasamos a una segunda habitación más fría aunque la primera.



Comemos sin hablar.



— ¿Te aburres? —interroga de improviso mi marido.


—Estoy extenuada —contesto.



Apoyados los codos en la mesa, me mira fijamente largo rato y vuelve a interrogarme:



— ¿Para qué nos casamos?



—Por casarnos —respondo.



Daniel deja escapar una pequeña risa.


— ¿Sabes que has tenido una gran suerte al casarte conmigo?


—Sí, lo sé —replico, cayéndome de sueño.


— ¿Te hubiera gustado ser una solterona arrugada, que teje para los pobres de la hacienda? 


Me encojo de hombros.


—Ese es el porvenir que aguarda a tus hermanas...



Permanezco muda. No me hacen ya el menor efecto las frases cáusticas con que me turbaba no hace aún quince días.



Una nueva y violenta racha de lluvia se descarga contra los vidrios. Allá, en el fondo del parque, oigo acercarse y alejarse el incesante ladrido de los perros. Daniel se levanta y toma la lámpara.




Echa a andar. Mientras lo sigo, arrebujada en la vieja manta de vicuña, que me echara compasivamente sobre los hombros la buena mujer que nos sirviera una comida improvisada, compruebo con sorpresa que sus sarcasmos no hacen sino revolverse contra él mismo. Está lívido y parece sufrir.



Al entrar en el dormitorio, suelta la lámpara y vuelve rápidamente la cabeza, a la par que una especie de ronquido que no alcanza a reprimir le desgarra la garganta.



Le miro extrañada. Tardo un segundo en comprender que está llorando. Me aparto de él, tratando de persuadirme de que la actitud más discreta está en fingir una absoluta ignorancia de su dolor. Pero en mi fuero interno algo me dice que ésta es también la actitud más cómoda.



Y entonces, más que el llanto de mi marido, me molesta la idea de mi propio egoísmo. Lo dejo pasar al cuarto contiguo sin esbozar un gesto hacia él, sin balbucir una palabra de consuelo. Me desvisto, me acuesto y, sin saber cómo, me deslizo instantáneamente en el sueño.



A la mañana siguiente, cuando me despierto, hay a mi lado un surco vacío en el lecho; me informan que, al rayar el alba, Daniel salió camino del pueblo.




La muchacha que yace en ese ataúd blanco, no hace dos días coloreaba tarjetas postales, sentada bajo el emparrado. Y ahora hela aquí aprisionada, inmóvil, en ese largo estuche de madera, en cuya tapa han encajado un vidrio para que sus conocidos puedan contemplar su postrera expresión. Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto.



Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento.



Esta muerta, sobre la cual no se me ocurriría inclinarme para llamarla porque parece que no hubiera vivido nunca, me sugiere de pronto la palabra silencio.



Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi cabeza.



Retrocedo y, abriéndome paso con nerviosa precipitación entre mudos enlutados, alcanzo la puerta, después de haber tropezado con horribles coronas de flores artificiales.



Atravieso casi corriendo el jardín, abro la verja. Pero, afuera, una sutil neblina ha diluido el paisaje y el silencio es aún mas inmenso.



Desciendo la pequeña colina sobre la cual la casa está aislada entre cipreses, como una tumba, y me voy, a bosque traviesa, pisando firme y fuerte, para despertar un eco. Sin embargo, todo continúa mudo y mi pie arrastra hojas caídas que no crujen porque están húmedas y como en descomposición. Esquivo siluetas de árboles, a tal punto estático, borroso, que de pronto alargo la mano para convencerme de que existen realmente.



Tengo miedo. En aquella inmovilidad y también en la de esa muerta estirada allá arriba, hay como un peligro oculto.



Y porque me ataca por vez primera, reacciono violentamente contra el asalto de la niebla.



¡Yo existo, yo existo —digo en voz alta— y soy bella y feliz! Sí, ¡feliz!; la felicidad no es más que tener un cuerpo joven y esbelto y ágil.



No obstante, desde hace mucho, flota en mí una turbia inquietud.



Cierta noche, mientras dormía, vislumbré algo, algo que- era tal vez su causa. Una vez despierta, traté en vano de recordarlo. Noche a noche he tratado, también en vano, de volver a encontrar el mismo sueño.



Un soplo frío me azota la frente. Sin ruido, tocándome casi, ha pasado sobre mí un pájaro de alas rojizas, de alas de color de otoño.



Tengo miedo nuevamente. Emprendo una carrera desesperada hacia mi casa.



Diviso a mi marido, que apacigua el trote de su caballo para gritarme que su hermano Felipe, con su mujer y un amigo, han venido a visitarnos de paso para la ciudad.



Entro al salón por la puerta que abre sobre el macizo de rododendros. En la penumbra, dos sombras se apartan bruscamente una de otra, con tan poca destreza, que la cabellera medio desatada de Regina queda prendida a los botones de la chaqueta de un desconocido.



Sobrecogida, los miro.



La mujer de Felipe opone a mi mirada otra mirada llena de cólera.



El, un muchacho alto y muy moreno, se inclina, con mucha calma desenmaraña las guedejas negras, y aparta de su pecho la cabeza de su amante.



Pienso en la trenza demasiado apretada que corona sin gracia mi cabeza. Me voy sin haber despegado los labios.



Ante el espejo de mi cuarto, desato mis cabellos, mis cabellos también sombríos. Hubo un tiempo en que los llevé sueltos, casi hasta tocar el hombro. Muy lacios y apegados a las sienes, brillaban como una seda fulgurante. Mi peinado se me antojaba, entonces, un casco guerrero que, estoy segura, hubiera gustado al amante de Regina. Mi marido me ha obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según él, era una mujer perfecta. Me miro al espejo atentamente y compruebo angustiada que mis cabellos han perdido ese leve tinte rojo que les comunicaba un extraño fulgor, cuando sacudía la cabeza. Mis cabellos se han oscurecido. Van a  oscurecerse cada día más.



Y antes que pierdan su brillo y su violencia, no habrá nadie que  diga que tengo lindo pelo.



La casa resuena y queda vibrando durante un pequeño intervalo del  acorde que dos manos han arrancado al viejo piano del salón. Luego, un  nocturno empieza a desgranarse en un centenar de notas que van doblando y  multiplicándose.



Anudo precipitadamente mis cabellos y vuelo escaleras abajo. Regina está tocando de memoria. A su juego confuso e incierto,  presta unidad y relieve una especie de pasión desatada, casi impúdica.


Detrás de ella, su marido y el mío fuman sin escucharla.



El piano calla bruscamente. Regina se pone de pie, cruza con  lentitud el salón, se allega a mí casi hasta tocarme. Tengo muy cerca de  mi cara su cara pálida, de una palidez que no es en ella falta de color,  sino intensidad de vida, como si estuviera siempre viviendo una hora de  violencia interior.



Regina vuelve a cruzar el salón para sentarse nuevamente junto al  piano. Al pasar sonríe a su amante, que envuelve en deseo cada uno de sus  pasos.



Parece que me hubieran vertido fuego dentro de las venas. Salgo al  jardín, huyo. Me interno en la bruma y de pronto un rayo de sol se  enciende al través, prestando una dorada claridad de gruta al bosque en  que me encuentro; hurga la tierra, desprende de ella aromas profundos y  mojados.



Me acomete una extraña languidez. Cierro los ojos y me abandono  contra un árbol. ¡Oh, echar los brazos alrededor de un cuerpo ardiente y  rodar con él, enlazada, por una pendiente sin fin...! Me siento  desfallecer y en vano sacudo la cabeza para disipar el sopor que se  apodera de mí.



Entonces me quito las ropas, todas, hasta que mi carne se tiñe del  mismo resplandor que flota entre los árboles. Y así, desnuda y dorada, me  sumerjo en el estanque.



No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas,  que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas  suspendidas sobre el agua.



Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de  terciopelo. Tibias corrientes me acarician y penetran. Como brazos de  seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me  besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua.



A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseos insólitos  alrededor de mi lecho, provocan desgarrones en mi sueño. Me fatigo  inútilmente, ayudando en pensamiento a Daniel. Junto con él, abro cajones  y busco mil objetos, sin poder nunca hallarlos. Un gran silencio me  despierta, por fin.



Advierto un tremendo desorden en el cuarto y veo una cartuchera  olvidada sobre el velador.



Recuerdo entonces que los hombres debían salir de caza, para no  volver sino al anochecer.



Regina se levanta contrariada. Durante el almuerzo no cesa de  protestar ásperamente contra los caprichos intempestivos de nuestros  maridos. No le contesto, temiendo exasperarla con lo que ella llama mi  candor.



Más tarde me recuesto sobre los peldaños de la escalinata y aguzo  el oído. Hora tras hora espero en vano la detonación lejana que llegue a  quebrar este enervante silencio. Los cazadores parecen haber sido  secuestrados por la bruma...




¡Con qué rapidez la estación va acortando los días! Ya empieza a  incendiarse el poniente. Tras los vidrios de cada ventana parece brillar  una hoguera. Todo lo abrasa una roja llamarada cuyo fulgor no consigue  atenuar la niebla.



Cayó la noche. No croan las ranas y no percibo, tan siquiera, el  gemido tranquilo de algún grillo, perdido en el césped. Detrás de mí, la  casa permanece totalmente oscura.



Angustiada, entro al salón, prendo una lámpara. Ahogo una  exclamación de sorpresa. Regina se ha quedado dormida sobre el diván. La  miro. Sus rasgos parecen alisarse hacia las sienes; el contorno de sus  pómulos se ha suavizado y su piel luce aún más tersa. Me acerco. Ignoraba  que los seres embellecieran cuando reposan extendidos. Regina no parece  ahora una mujer, sino una niña, una niña muy dulce y muy indolente. Me la imagino dormida así, en tibios aposentos alfombrados donde  toda una vida misteriosa se insinúa en un flotante perfume de cabelleras  y cigarrillos femeninos. De nuevo en mí este dolor punzante como un grito.



Vuelvo a salir para sentarme en la oscuridad, frente a la casa. Veo  moverse luces entre los árboles. Bultos de hombres avanzan con infinitas  precauciones, trayendo grandes ramas encendidas en las manos a modo de  antorchas. Oigo el jadeo precipitado de los perros.



—¿Buena suerte? —interrogo con júbilo.



— ¡Maldita niebla! —rezonga Daniel, por toda respuesta.





Hombres y animales vienen a desplomarse, exhaustos, a mis pies. Se  alinea delante de mí una profusión de alas muertas, de pobres cuerpos  mutilados, embarrados.



El amante de Regina deja caer sobre mis rodillas una torcaza aún  caliente y que destila sangre:



Pego un alarido y la rechazo, nerviosa. Mientras todos se alejan  riendo, el cazador se obstina en mantener, contra mi voluntad, aquel  vergonzoso trofeo en mi regazo. Me debato como puedo y llorando casi de  indignación. Cuando él afloja su forzado abrazo, levanto la cara.



Me intimida su mirada escrutadora y bajo los ojos. Al levantarlos  de nuevo, noto que me sigue mirando. Lleva la camisa entreabierta y de su pecho se desprende un olor a avellanas y a sudor de hombre limpio y  fuerte. Le sonrío turbada. Entonces él, levantándose de un salto, penetra  en la casa sin volver la cabeza.



La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya hizo  desaparecer las araucarias cuyas ramas golpeaban la balaustrada de la  terraza. Anoche soñé que, por entre rendijas de las puertas y ventanas,  se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de  las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis  cabellos, y se me adhería al cuerpo y lo deshacía todo, todo... Sólo, en  medio del desastre, quedaba intacto el rostro de Regina, con su mirada de  fuego y sus labios llenos de secretos. Hace varias horas que hemos llegado a la ciudad.


Detrás de la  espesa cortina de niebla, suspendida inmóvil alrededor de nosotros, la  siento pesar en la atmósfera.



La madre de Daniel ha hecho abrir el gran comedor y encender todos los candelabros sobre la larga mesa de familia donde, en una punta, nos  amontonamos, entumecidos. Pero el vino dorado, que nos sirven en copas de  pesado cristal, nos entibia las venas; su calor nos va trepando por la  garganta hasta las sienes.



Daniel, ligeramente achispado, promete restaurar en nuestra casa el  oratorio abandonado. Al final de la comida hemos convenido que mi suegra  vendrá con nosotros al campo.



Mi dolor de estos últimos días, ese dolor lancinante como una  quemadura, se ha convertido en una dulce tristeza que me trae a los  labios una sonrisa cansada. Cuando me levanto, debo apoyarme en mi  marido. No sé por qué me siento tan débil y no sé por qué no puedo dejar  de sonreír.



Por primera vez desde que estamos casados, Daniel me acomoda las  almohadas. A medianoche me despierto, sofocada. Me agito largamente entre  las sábanas, sin llegar a conciliar el sueño. Me ahogo. Respiro con la  sensación de que me falta siempre un poco de aire para cada soplo. Salto  del lecho, abro la ventana. Me inclino hacia afuera y es como si no  cambiara de atmósfera. La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los  ruidos, ha comunicado a la ciudad la tibia intimidad de un cuarto  cerrado.



Una idea loca se apodera de mí. Sacudo a Daniel, que entreabre los  ojos.



—Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas salir?


—Haz lo que quieras —murmura, y de nuevo recuesta pesadamente la  cabeza en la almohada.



Me visto. Tomo al pasar el sombrero de paja con que salí de la  hacienda. El portón es menos pesado de lo que pensaba. Echo a andar,  calle arriba.  



La tristeza reafluye a la superficie de mi ser con toda la  violencia que acumulara durante el sueño. Ando, cruzo avenidas y pienso:



—Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al  pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de  los trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la  pajarera, el huerto. Antes de cenar, dormitaré junto a la chimenea o leeré los periódicos locales. Después de comer me divertiré en provocar  pequeñas catástrofes dentro del fuego, removiendo desatinadamente las  brasas. A mi alrededor, un silencio indicará muy pronto que se ha agotado  todo tema de conversación y Daniel ajustará ruidosamente las barras  contra las puertas. Luego nos iremos a dormir. Y pasado mañana será lo  mismo, y dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la  vejez me arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi cuerpo  se marchite y mi cara se aje y tenga vergüenza de mostrarme sin  artificios a la luz del sol.  Vago al azar, cruzo avenidas y sigo andando.



No me siento capaz de huir. De huir, ¿cómo, adonde? La muerte me  parece una aventura más accesible que la huida. De morir, sí, me siento  capaz. Es muy posible desear morir porque se ama demasiado la vida.



Entre la oscuridad y la niebla vislumbro una pequeña plaza. Como en  pleno campo, me apoyo extenuada contra un árbol. Mi mejilla busca la  humedad de su corteza. Muy cerca, oigo una fuente desgranar una sarta de  pesadas gotas.



La luz blanca de un farol, luz que la bruma transforma en vaho,  baña y empalidece mis manos, alarga a mis pies una silueta confusa, que  es mi sombra. Y he aquí que, de pronto, veo otra sombra junto a la mía.  Levanto la cabeza.



Un hombre está frente a mí, muy cerca de mí. Es joven; unos ojos  muy claros en un rostro moreno y una de sus cejas levemente arqueada,  prestan a su cara un aspecto casi sobrenatural. De él se desprende un  vago pero envolvente calor.



Y es rápido, violento, definitivo. Comprendo que lo esperaba y que  le voy a seguir como sea, donde sea. Le echo los brazos al cuello y él  entonces me besa, sin que por entre sus pestañas las pupilas luminosas  cesen de mirarme.



Ando, pero ahora un desconocido me guía. Me guía hasta una calle  estrecha y en pendiente. Me obliga a detenerme. Tras una verja, distingo  un jardín abandonado. El desconocido desata con dificultad los nudos de  una cadena enmohecida.



Dentro de la casa la oscuridad es completa, pero una mano tibia  busca la mía y me incita a avanzar. No tropezamos contra ningún mueble;  nuestros pasos resuenan en cuartos vacíos. Subo a tientas la larga  escalera, sin que necesite apoyarme en la baranda, porque el desconocido  guía aún cada uno de mis pasos. Lo sigo, me siento en su dominio,entregada a su voluntad.


Al extremo de un corredor, empuja una puerta y  suelta mi mano. Quedo parada en el umbral de una pieza que, de pronto, se  ilumina.


Doy un paso dentro de una habitación cuyas cretonas descoloridas le  comunican no sé qué encanto anticuado, no sé qué intimidad melancólica.


Todo el calor de la casa parece haberse concentrado aquí. La noche y la  neblina pueden aletear en vano contra los vidrios de la ventana; no conseguirán infiltrar en este cuarto un solo átomo de muerte.



Mi amigo corre las cortinas y ejerciendo con su pecho una suave presión, me hace retroceder, lentamente, hacia el lecho. Me siento desfallecer en dulce espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsa a fingir miedo. El entonces sonríe, pero su sonrisa, aunque tierna, es irónica. Sospecho que ningún sentimiento abriga secretos para él. Se aleja, simulando a su vez querer tranquilizarme. Quedo sola.



Oigo pasos muy leves sobre la alfombra, pasos de pies descalzos. El está nuevamente frente a mí, desnudo. Su piel es oscura, pero un vello castaño, al cual se prende la luz de la lámpara, lo envuelve de pies a cabeza en una aureola de claridad. Tiene piernas muy largas, hombros rectos y caderas estrechas. Su frente está serena y sus brazos cuelgan inmóviles a lo largo del cuerpo. La grave sencillez de su actitud le confiere como una segunda desnudez.



Casi sin tocarme, me desata los cabellos y empieza a quitarme los vestidos. Me someto a su deseo callada y con el corazón palpitante. Una secreta aprensión me estremece cuando mis ropas refrenan la impaciencia de sus dedos. Ardo en deseos de que me descubra cuanto antes su mirada.



La belleza de mi cuerpo ansia, por fin, su parte de homenaje.



Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama. El se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo la cabeza hacia atrás y este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras la nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un placer intenso y completo, como si, por fin, tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y mis piernas. ¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría ya bien recompensada!


Se acerca; mi cabeza queda a la altura de su pecho, me lo tiende sonriente, oprimo a él mis labios y apoyo en seguida la frente, la cara.



Su carne huele a fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo mis brazos alrededor de su torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi mejilla.



Sin embargo —es absurdo—, en ese momento, mi amigo me pareció aún más cerca. Como si aquellos simples hubieran sido, inconscientemente, el portavoz de su pensamiento.


Dócilmente, sin desesperación, espero siempre su venida. Después de la cena, bajo al jardín para entreabrir furtivamente una de las persianas del salón. Noche a noche, si él lo desea, podrá verme sentada junto al fuego o leyendo bajo la lámpara. Podrá seguir cada uno de mis movimientos e infiltrarse, a su antojo, en mi intimidad. Yo no tengo secretos para él...

Por las tardes, salgo a la terraza a la hora en que Andrés surge en el fondo del parque, de vuelta del trabajo.


Me estremezco al divisarlo con su red al hombro y sus pies descalzos. Se me figura que va a entregarme algún mensaje importante, al pasar. Pero, cada vez, se pierde, indiferente, entre los pinos.


Me recuesto entonces sobre los peldaños de la escalinata y me consuelo, pensando en que la llovizna que me salpica el rostro es la misma que está aleteando contra el pecho de mi amigo o resbalando por los cristales de su ventana.


A menudo, cuando todos duermen, meincorporo en el lecho y escucho.


Calla súbitamente el canto de las ranas. Allá muy lejos, del corazón de la noche, oigo venir unos pasos. Los oigo aproximarse lentamente, los oigo apretar el musgo, remover las hojas secas, quebrar las ramas que le entorpecen el camino. Son los pasos de mi amante. Es la hora en que él viene a mí. Cruje la tranquera. Oigo la cabalgata enloquecida de los
perros y oigo, distintamente, el murmullo que los aquieta.


Reina nuevamente el silencio y no percibo nada más.


Pero tengo la certidumbre de que mi amigo se arrima bajo mi ventana y permanece allí, velando mi sueño, hasta el amanecer.





Una vez suspiró despacito y yo no corrí a sus brazos porque aún no me ha llamado.
Ignoro por qué huye sin haberme llamado. frente al pabellón en que viven.
—De mañanita salió a limpiar el estanque —me contestan.


—No- lo divisé por allá —grito nerviosa—. ¡Necesito verlo pronto, pronto!


¿Dónde está Andrés? Lo llaman, lo buscan en el jardín, en el parque, en los bosques.


—Habrá ido al pueblo sin avisar. Que la señora no se impaciente.


Volverá luego, el muy haragán...


Espero, espero el día entero. Andrés no vuelve del pueblo. A la mañana siguiente encuentran su chaqueta de brin sobre una balsa que flota a la deriva en el estanque.



—La red, al engancharse en algo, debe haberlo arrastrado. El infeliz no sabía nadar y...



— ¿Qué dices? —interrumpo; y como Daniel me mira extrañado, me abrazo a él gritando desesperadamente—. ¡No! ¡No! ¡Tiene que vivir, tienes que buscarlo!


Se le busca, en efecto, y se extrae, dos días después, su cadáver amoratado, llenas de frías burbujas de plata las cavidades de los ojos, roídos los labios que la muerte tornó indefensos contra el agua y el tiempo.


Ante su padre que se postró sin un gemido, yo me atreví a tocarlo y a llamarlo.


Y ahora, ¿ahora cómo voy a vivir?


Noche a noche oigo a lo lejos pasar todos los trenes. Veo en seguida el amanecer infiltrar, lentamente, en el cuarto, una luz sucia y triste. Oigo las campanas del pueblo dar todas las horas, llamar a todas las misas, desde la misa de seis, adonde corren mi suegra y dos criadas viejas. Oigo el aliento acompasado de Daniel y su difícil despertar. Cuando él se incorpora en el lecho, cierro los ojos y finjo dormir.



Durante el día no lloro. No puedo llorar. Escalofríos me empuñan de golpe, a cada segundo, para traspasarme de pies a cabeza con la rapidez de un relámpago. Tengo la sensación de vivir estremecida.



¡Si pudiera enfermarme de verdad! Con todas mis fuerzas anhelo que una fiebre o algún dolor muy fuerte venga a interponerse algunos días entre mi duda y yo.



Y me dije: si olvidara, si olvidara todo; mi aventura, mi amor, mi tormento. Si me resignara a vivir como antes de mi viaje a la ciudad, tal vez recobraría la paz...



Empecé entonces a forzarme a vivir muy despacio, concentrando mi imaginación y mi espíritu en los menesteres de cada segundo.



Vigilé, sin permitirme distracción alguna, el difícil salvamento de las enredaderas, que el viento había derribado. Hice barrer las telarañas  de la azotea, y mandé llamar a un cerrajero para que forzara la chapa de un mueble, donde muchos libros se alinean, cubiertos de polvo.



Desechando todo ensueño, rebusqué y traté de confinarme en los más humildes placeres, elegir caballo, seguir al capataz en su ronda cotidiana, recoger setas junto con mi suegra, aprender a fumar.



¡Ah! ¡Cómo hacen para olvidar las mujeres que han roto con un amante largo tiempo querido e incorporado a la trama ardiente de sus vidas!



Mi amor estaba allí, agazapado detrás de las cosas; todo a mi alrededor estaba saturado de mi sentimiento, todo me hacía tropezar contra un recuerdo. El bosque, porque durante años paseé allí mi melancolía y mi ilusión; el estanque, porque, desde su borde, divisé, un día, a mi amigo, mientras me bañaba; el fuego en la chimenea, porque en él surgía para mí, cada noche, su imagen.



Y no podía mirarme al espejo, porque mi cuerpo me recordaba sus caricias.



Corrí de un lado a otro para afrontarlo todo de una vez, para recibir todos los golpes en un solo día, y fui a caer después, jadeante, sobre el lecho.



Pero a nada conseguí despojar de su poder de herirme. Había en las cosas como un veneno que no terminaba de agotarse.



Mi amor estaba, también, agazapado, detrás de cada uno de mis movimientos. Como antes, extendía a menudo los brazos para estrechar a un ser invisible. Me levantaba medio dormida para escribir y, con la pluma en la mano, recordaba, de pronto, que mi amante había muerto.



— ¿Cuánto, cuánto tiempo necesitaré para que todos estos reflejos se borren, sean reemplazados por otros reflejos?



A veces, cuando llego a distraerme unos minutos, siento, de repente, que voy a recordar. La sola idea del dolor por venir me aprieta el corazón. Y junto mis fuerzas para resistir su embestida, pero el dolor llega, y me muerde, y entonces grito, grito despacio para que nadie oiga.



Soy una enferma avergonzada de su mal.


¡Oh, no! ¡Yo no puedo olvidar!


Y si llegara a olvidar, ¿cómo haría entonces para vivir?


Bien sé ahora que los seres, las cosas, los días, no me son soportables sino vistos a través del estado de vida que me crea mi pasión.



Mi amante es para mí más que un amor, es mi razón de ser, mi ayer, mi hoy, mi mañana.



La noticia llega una madrugada, por intermedio de un telegrama que mi marido sacude, febril, ante mis ojos. Mientras pugno por rechazar el aturdimiento de un sueño bruscamente interrumpido, Daniel corre, azorado, a golpear, sin miramiento, el cuarto de su madre. Transcurridos algunos segundos comprendo. Regina está en peligro de muerte. Debemos salir sin tardanza para la ciudad. Me incorporo en el lecho, llena de alegría, de una alegría casi feroz. Ir a la ciudad, he ahí la solución de todas mis angustias. Recorrer sus calles, buscar la casa misteriosa, divisar al desconocido, hablarle y tal vez, tal vez...; pero en aquello soñaré más tarde. No hay que agotar tanta felicidad de un golpe. Ya tengo suficiente como para saltar ágilmente del lecho.



Recuerdo que la causa de mi alegría es también una desgracia. Grave y ausente doy órdenes y arreglo el equipaje.



En el tren pregunto el porqué del estado de Regina. Se me mira con extrañeza, con indignación: —¿En qué estoy pensando siempre? ¿Aún no me he impuesto de que lo que agrava la inquietud de todos es, justamente, la vaguedad de la noticia? Es muy posible que se nos haya informado de esa manera sólo para no alarmarnos. Podría ser que Regina estuviera ya... A la verdad, mi distracción raya casi en la locura. No contesto, y, durante todo el trayecto, contengo, a duras penas, la sonrisa de esperanza que se obstina en prestar a mi rostro una animación insólita.



En la sala de la clínica, de pie, taciturnos y con los ojos fijos en la puerta, Daniel, la madre y yo formamos un grupo siniestro. La mañana es fría y brumosa. Tenemos los miembros entumecidos y el corazón apretado de angustia, como entumecido también.



Si no fuera por un olor a éter y a desinfectante, me creería en el locutorio del convento en que me eduqué. He aquí el mismo impersonal y odioso moblaje, las mismas ventanas, altas y desnudas, dando sobre el mismo parque barroso que tanto odié.



La puerta se abre. Es Felipe. No está pálido, ni desgreñado, ni tiene los párpados hinchados ni las ojeras del que ha llorado. No. Le pasa algo peor que todo eso. Lleva en la cara una expresión indefinible que es trágica, pero que no se adivina a qué sentimiento responde. La voz es fría, opaca:



—Se ha pegado un tiro. Puede que viva. Un gemido, luego una pausa.



La madre se ha arrojado al cuello de su hijo y solloza convulsivamente.



— ¡Pobre, pobre Felipe!



Con gesto de sonámbulo, el hijo la sostiene, sin inmutarse, como si estuviera compadeciendo a otro... Daniel se oprime la frente.



—La trajeron de casa de su amante —me dice en voz baja.



Lo miro y desdeño en pensamiento sus mezquinas reacciones. Orgullo herido, sentido del decoro.



Sé que la piedad es el sentimiento adecuado a la situación, pero yo tampoco la siento.


Inquieta, doy un paso hacia la ventana y apoyo la frente contra los cristales empañados de neblina. Trato de hacer palpitar mi corazón endurecido.



¡Regina! Semanas de lucha, de gestos desesperados e inútiles, largas noches durante las cuales el pensamiento se retuerce enloquecido; evasiones dentro del sueño rescatadas por despertares cruelmente lúcidos, fueron acorralándola hasta este último gesto.



Regina supo del dolor cuya quemadura no se puede soportar; del dolor dentro del cual no se aguarda el momento infalible del olvido, porque, de pronto, no es posible mirarlo frente a frente un día más. Comprendo, comprendo y, sin embargo, no llego a conmoverme.



¡Egoísta, egoísta!, me digo, pero algo en mí rechaza el improperio. En realidad, no me siento culpable de no conmoverme. ¿No soy yo, acaso, más miserable que Regina?



Tras el gesto de Regina hay un sentimiento intenso, toda una vida de pasión. Tan sólo un recuerdo mantiene mi vida, un recuerdo cuya llama debo alimentar día a día para que no se apague. Un recuerdo tan vago y tan lejano, que me parece casi una ficción. La desgracia de Regina: una llaga consecuencia de un amor, de un verdadero amor, de ese amor hecho de años, de cartas, de caricias, de rencores, de lágrimas, de engaños. Por primera vez me digo que soy desdichada, que he sido siempre horrible y totalmente desdichada.



¿Son míos estos sollozos cortos y monótonos, estos sollozos ridículos como un hipo, que siembran, de repente, el desconcierto?



Se me acuesta en un sofá. Se me hace beber a sorbos un líquido muy amargo. Alguien me da golpecitos condescendientes en la espalda, que me exasperan, mientras un señor de aspecto grave me habla cariñoso y bajo, como a una enferma.



Pero no lo escucho, y cuando me levanto ya he tomado una resolución.



La fiebre me abrasa las sienes y me seca la garganta. En medio de la neblina, que lo inmaterializa todo, el ruido sordo de mis pasos que me daba primero cierta segundad empieza ahora a molestarme y a angustiarme.



Sufro la impresión de que alguien viene siguiéndome, implacable, con una orden secreta.



Busco una casa de persianas cerradas, de rejas enmohecidas. ¡Esta neblina! ¡Si una ráfaga de viento hubiera podido descorrerla, como un velo, tan sólo esta tarde, ya habría encontrado, tras dos árboles retorcidos y secos, la fachada que busco desde hace más de dos horas!



Recuerdo que se encuentra en una calle estrecha y en pendiente, entre cuyas baldosas desparejas crece el musgo. Recuerdo, también, que se halla muy cerca de la plazoleta donde el desconocido me tomó de la mano...



Pero esa misma plazoleta tampoco la encuentro. Creo haber hecho el recorrido exacto que emprendí, hace años, y, sin embargo, doy vueltas y vueltas sin resultado alguno. La niebla, con su barrera de humo, prohibe toda visión directa de los seres y de las cosas, incita a aislarse dentro de sí mismo. Se me figura estar corriendo por calles vacías.


En medio de tanto silencio mis pasos se me antojan, de pronto, un ruido insoportable, el único ruido en el mundo, un ruido cuya regularidad parece consciente y que debe cobrar, en otros planetas, resonancias misteriosas.



Me dejo caer sobre un banco para que se haga, por fin, el silencio en el universo y dentro de mí. Ahora, mi cuerpo entero arde como una brasa.



Detrás de mí, tal un poderoso aliento, una frescura insólita me penetra la nuca, los hombros. Me vuelvo. Vislumbro árboles en la neblina.



Estoy sentada al borde de una plazoleta cuyo surtidor se ha callado, pero cuyos verdes senderos respiran una olorosa humedad.



Sin un grito, me pongo de pie y corro. Tomo la primera calle a la derecha, doblo una esquina y diviso los dos árboles de gruesas ramas convulsas, la oscura pátina de una alta fachada.



Estoy frente a la casa de mi amante. Las persianas continúan cerradas. El no llegará sino al anochecer. Pero yo quiero saborear el placer de saberme ante su casa. Contemplo, gozosa, el jardín abandonado.



Me aprieto a las frías rejas para sentirlas muy sólidas contra mi carne.
¡No fue un sueño, no!


Sacudo la verja y ésta se abre, rechinando. Noto que no la aseguran ya sus viejas cadenas. Me invade una repentina inquietud. Subo corriendo la escalinata, me paro frente a la mampara y oprimo un botón oxidado. Un sonidode timbre lejano responde a mi gesto.


 Transcurren varios minutos.



Resuelta ya a marcharme, espero un segundo más, no sé por qué. Me acomete una especie de vértigo. La puerta se ha abierto.



Un criado me invita a pasar, con la mirada. Aturdida, doy un paso hacia adentro. Me encuentro en un hall donde una inmensa galena de cristales abre sobre un patio florido. Aunque la luz no es cruda, entorno los ojos, penosamente deslumbrada. ¿No esperaba acaso sumirme en la penumbra?



—Avisaré a la señora —insinúa el criado y se aleja.


¿La señora? ¿Qué señora? Paseo una mirada a mi alrededor. ¿Y esta casa, qué tiene que ver con la de mis sueños? Hay muebles de mal gusto, telas chillonas, y en un rincón cuelga, de una percha, una jaula con dos canarios. En las paredes, retratos de gente convencional. Ni un solo retrato en cuya imagen pueda identificar a mi desconocido.



Un gemido lejano desgarra el silencio, un gemido tranquilo, un gemido prolongado que parece venir del piso superior. Me inunda una súbita dulzura. Para orientarme, cierro los ojos y, como en aquella lejana noche de amor, subo, a tientas, una escalera que noto ahora alfombrada. Ando a lo largo de estrechos corredores, voy hacia el gemido que me llama siempre. Lo siento cada vez más cerca. Empujo una última puerta y miro.


¿Dónde la suavidad del gran lecho y la melancolía de las viejas cretonas? Las paredes están tapizadas de libros y de mapas. Bajo una lámpara, y parado frente a un atril, hay un niño estudiando violín.



Al pie de la escalera, el criado me espera, respetuoso.


—La señora no está.


—¿Y su marido? —pregunto, de súbito.


Una voz glacial me contesta:


—¿El señor? Falleció hace más de quince años.


—¡Cómo!


—Era ciego. Resbaló en la escalera. Lo encontramos muerto...


Me voy, huyo.



Con la vaga esperanza de haberme equivocado de calle, de casa, continúo errando por una ciudad fantasma. Doy vueltas y más vueltas.


Quisiera seguir buscando, pero ya ha anochecido y no distingo nada.


Además ¿para qué luchar? Era mi destino. La casa, y mi amor, y mi aventura, todo se ha desvanecido en la niebla; algo así como una garra ardiente me toma, de pronto, por la nuca; recuerdo que tengo fiebre.


De nuevo este singular olor a hospital. Daniel y yo cruzamos puertas abiertas a pequeños antros oscuros donde formas confusas suspiran y se agitan.


—Dicen que ha perdido mucha sangre —pienso, mientras una enfermera nos introduce al cuarto donde una mujer está postrada en un catre de hierro blanco.


Regina está tan fea que parece otra. Algunos mechones muy lacios, y como impregnados de sudor, le cuelgan hasta la mitad del cuello. Le han cortado el pelo. Se le transparentan las aletas de la nariz y, sobre la sábana, yace inmóvil una mano extrañamente crispada.



Me acerco. Regina tiene los ojos entornados y respira con dificultad. Como para acariciarla, toco su mano descarnada. Me arrepiento casi en seguida de mi ademán porque, a este leve contacto, ella revuelca la cabeza de un lado a otro de la almohada emitiendo un largo quejido.


Se incorpora de pronto, pero recae pesadamente y se desata entonces en un llanto desesperado. Llama a su amante, le grita palabras de una desgarradora ternura. Lo insulta, lo amenaza y lo vuelve a llamar.



Suplica que la dejen morir, suplica que la hagan vivir para poder verlo, suplica que no lo dejen entrar mientras ella tenga olor a éter y a sangre. Y vuelve a prorrumpir en llanto.



A mi alrededor murmuran que vive así, en continua exaltación, desde el momento fatal en que...



El corazón me da un vuelco. Veo a Regina desplomándose sobre un gran lecho todavía tibio. Me la imagino aferrada a un hombre y temiendo caer en ese vacío que se está abriendo bajo ella y en el cual soberbiamente decidió precipitarse. Mientras la izaban al carro ambulancia, boca arriba en su camilla, debió ver oscilar en el cielo todas las estrellas de esa noche de otoño. Vislumbro en las manos del amante, enloquecido de terror, dos trenzas que de un tijeretazo han desprendido, empapadas de sangre.



Y siento, de pronto, que odio a Regina, que envidio su dolor, su trágica aventura y hasta su posible muerte. Me acometen furiosos deseos de acercarme y sacudirla duramente, preguntándole de qué se queja, ¡ella, que lo ha tenido todo! Amor, vértigo y abandono.



En el preciso instante en que voy saliendo, una ambulancia entra al hospital. Me aprieto contra la pared, para dejarla pasar, mientras algunas voces resuenan bajo la bóveda del portón... "Un muchacho, lo arrolló un automóvil..."



El hecho de lanzarse bajo las ruedas de un vehículo requiere una especie de inconsciencia. Cerraré los ojos y trataré de no pensar durante un segundo.



Dos manos que me parecen brutales me atraen vigorosamente hacia atrás. Una tromba de viento y de estrépito se escurre delante de mí. Tambaleo y me apoyo contra el pecho del imprudente que ha creído salvarme.



Aturdida, levanto la cabeza. Entreveo la cara roja y marchita de un extraño. Luego me aparto violentamente, porque reconozco a mi marido.



Hace años que lo miraba sin verlo. ¡Qué viejo lo encuentro, de pronto!



¿Es posible que sea yo la compañera de este hombre maduro? Recuerdo, sin embargo, que éramos de la misma edad cuando nos casamos.



Me asalta la visión de mi cuerpo desnudo y extendido sobre una mesa en la Morgue. Carnes mustias y pegadas a un estrecho esqueleto, un vientre sumido entre las caderas... El suicidio de una mujer casi vieja, ¡qué cosa repugnante e inútil! ¿Mi vida no es acaso ya el comienzo de la muerte? Morir para rehuir; ¿qué nuevas decepciones?, ¿qué nuevos dolores?


Hace algunos años hubiera sido, tal vez, razonable destruir, en un solo impulso de rebeldía, todas las fuerzas en mí acumuladas, para no verlas consumirse, inactivas. Pero un destino implacable me ha robado hasta el derecho de buscar la muerte; me ha ido acorralando lentamente, insensiblemente, a una vejez sin fervores, sin recuerdos...; sin pasado.


Daniel me toma del brazo y echa a andar con la mayor naturalidad.


Parece no haber dado ninguna importancia al incidente. Recuerdo la noche de nuestra boda...

A su vez, él finge, ahora, una absoluta ignorancia de mi dolor. Tal vez sea mejor, pienso, y lo sigo.


Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños menesteres; para cumplir con una infinidad de frivolidades amenas; para llorar por costumbre y sonreír por deber. Lo sigo para vivir correctamente, para morir correctamente, algún día.


Alrededor de nosotros, la niebla presta a las cosas un carácter de inmovilidad definitiva


CUESTIONARIO

1.-¿Por qué es posible creer que el amante de la protagonista fue una invesión de sus sueños?

2.-¿Por qué empiezan a existir problemas con la Daniel esposo de la protagonista?

3.-¿Por qué María Luisa Bombal produjo atracción y repulsión en su época?

4.-¿Por qué nos parece confuso el lenguaje de la autora?

5.- ¿Quién era Andrés?

6.- Porque la protagonista pregunta ¿Lo viste Andrés?,¿Lo vistes?

7.-¿Se conoce el nombre del amante de Regina?

8.-¿Quién hace la broma de poner un pájaro muerto en el regazo de la protagonista?

9.-¿Cómo se empieza a perder la relación con su amante?

10.-¿Qué sucede con Felipe (hermano de Andrés)

11.- ¿La protagonista envidia a Regina?

12.-¿Por qué le afecta la muerte de Andrés a la protagonista de la novela?

13.-¿La protagonista intento quitarse la vida?

14.- ¿Cómo es la vida al final de la obra para la protagonista?
RESUMEN
LA ÚLTIMA NIEBLA

Resumen de la obra


La protagonista se casa con Daniel, su primo, quién ha perdido a su primera mujer y no la puede olvidar por lo que la protagonista no siente afecto desde su marido hacia ella.
Vienen a visitarlos Felipe (hermano de Daniel), Regina y su amante.


Al ver a Regina sonreír a su amante antes de volver a tocar el piano siente como una cierta envidia y ella quisiera hacer lo mismo.


Una noche después de un agitado día, ella sale (en su sueño) llevando un sombrero de paja, porque se sentía ahogada.


Después de caminar bastante, se encuentra con un hombre, el cual la lleva a su casa y vive un momento de placer sexual.


Pasan varios años. Ella se estaba bañando en el estanque cuando pasa un carruaje.
En ese momento estaba el hijo del jardinero, Andrés y ella le preguntó si había visto que el hombre que estaba en el carruaje le sonrió y él asintió.


Al comprobar esto grita: ¡Te quiero!, ¡Te deseo!, y una voz responde: Amor!, y luego se da cuenta que los leñadores habían respondido a sus gritos, pero ella cree que es la voz de su amado y que los leñadores son los que le transmiten su pensamiento.


Daniel la besa y vive una noche de pasión con ella. Luego, al otro día le escribe a su amante diciendo que ella no lo ha engañado y que no ha pasado nada entre su esposo y ella.


Ha pasado bastante tiempo en que ella no se encuentra con su amante, por lo que una noche de neblina decide salir pero Daniel no la deja y le dice que nunca antes ha salido a esa hora.


Después de esto, busca desesperadamente a Andrés, ya que él es su único testigo de que realmente existe su amante y de que no es un sueño, pero su búsqueda se ve fracasada al saber que ha muerto.


Intenta olvidarse de él haciendo lo rutinario de las mujeres en esa época. Finalmente vuelve a desearlo.


Regina se pega un tiro y llega gravemente a la clínica, con peligro de muerte. Daniel y su esposa se dirigen hacia allá.


Al llegar se aprecia una escena trágica de la madre tratando de consolar a su hijo, y Daniel en voz baja le informa a su esposa que habían traído a Regina de la casa de su amante.


La protagonista decide aprovechar que está en la ciudad e ir a la casa de su amante para comprobar si es verdad que él existe.


Al encontrar aquella casa toca la puerta y le dicen que el dueño de casa se murió hace 15 años por lo que huye.


Vuelve a la clínica donde ve a Regina ya agonizando, llamando desesperadamente a su amante, luego de un instante muere.


La protagonista intenta suicidarse al descubrir que todo fue un sueño y lo hace tratando de lanzarse cuando bajo las ruedas de un vehículo, su acción es impedida por su esposo quien la toma del brazo impidiendo que se lance.


Finalmente, la protagonista entiende que fue un autoengaño y trata de vivir normalmente su vida.

Análisis de la obra


La heroína romántica, imagen de la mujer en La última niebla


La ultima niebla nos relata la vida de una mujer que se casa con su primo, Daniel, convirtiéndose en el segundo matrimonio de este. Viven en el campo y reciben una visita de el primo de su esposo, Jaime, su mujer, Reina, y un amigo que resultó ser el amante de Reina. En esa situación nuestra protagonista se da cuenta que tal vez con otro hombre pueda liberarse, ya que vivía oprimida al modelo de la anterior mujer de su marido. Una noche en un viaje a la ciudad ella decide caminar, recorre muchas calles y avenidas hasta que se encuentra con un hombre que la lleva a su casa, desatándose una pasión instantánea. Luego de este hecho ella vive ensoñada en que su hombre volverá e incluso lo ve una o dos veces más, pero según sus declaraciones está siempre a su lado. Finalmente siguiendo el ejemplo de Reina decide tratar de suicidarse, sin los mejores resultados, aunque sirvió para que abriera los ojos respecto de su modelo de vida actual, prefiriendo la muerte a la opresión.


En la novela es preponderante la imagen de la heroína romántica, como símbolo de liberalidad en nuestra protagonista. Considerando expuestas las ideas de la teoría del género, nos limitaremos a enunciar una de sus características, la dimensión erótica, sin dejar de lado las imágenes culturales de la mujer para comprobar nuestro supuesto.


Para comenzar, la dimensión sexual o erótica en este mundo interno señala como fundamental la conciencia femenina de su sexualidad, entendida en término de pareja y desde la maternidad. En general esta sexualidad es descrita frustrada, reprimida por los cánones sociales, que no puede ser ejercida libremente.


También se busca romper con la concepción de la mujer, que solo sirve para la reproducción, con ideas como una sexualidad etérea, angelical y espiritualizada. Aunque la búsqueda de placer y goce en la mujer es vista pecaminosamente, no así en el hombre que es normal y aceptable. Incluso son frecuentes los testimonios de irrealización de las mujeres, debidos a las condiciones sociales. La esposa de Daniel encuentra en su sexualidad un escape a su vida rutinaria.


Ardo en deseos de que me descubra cuanto antes su mirada. La belleza de mi cuerpo ansía, por fin, su parte de homenaje. Una vez desnuda, permanezco sentada al borde de la cama. El se aparta y me contempla.


Bajo su atenta mirada, hecho la cabeza hacia atrás y este ademán me llena de íntimo bienestar. Anudo mis brazos tras mla nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cada gesto me trae consigo un placer intenso y completo, como si, por fin, tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y mis piernas. ¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría ya bien recompensada!


En la mujer esta sexualidad no realizada la lleva a la rebelión remarcando esta característica como elemento fundamental del libro. Incluso la protagonista considera la muerte como la mejor opción declarando en reiteradas ocasiones reflexiones en torno a esto, la muerte.


No me siento capaz de huir. De huir, ¿cómo, adonde? La muerte me parece una aventura más accesible que la huida. De morir, si, me siento capazEl hecho de lanzarse bajo las ruedas de un vehículo requiere una especie de inconsciencia. Cerraré los ojos y trataré de no pensar durante un segundo.


Por otra parte refiriéndonos a las imágenes culturales de la mujer, que en general son siempre degradadoras, buscando resaltar las características negativas de la mujer. En consecuencia pretenden reducir la identidad femenina a una sola dimensión de ella, la mujer abnegada.


Debido a estas imágenes nacieron los estereotipos, que pueden ser adheridos, como opción personal, o impuestos, la sociedad se lo impone al individuo. En ambos casos como son estereotipos, se produce una situación de crisis. En la novela esta crisis es gatillada por la pobre sexualidad de nuestra protagonista y por su cotidianidad de vida. En este trozo, encontramos descrita la vida trivial y cotidiana que la llevan a rebelarse.


−Mañana volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al pueblo, con mi suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de los trabajos de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el huerto. Antes de cenar, dormitaré junto a la chimenea o leeré los periódicos locales. Después de comer me divertiré provocando pequeñas catástrofes dentro del fuego, removiendo atinadamente las brasas.


Alrededor mío, un silencio indicará muy pronto que se ha agotado todo tema de conversación y Daniel ajustará ruidosamente las barras contra las puertas. Luego nos iremos a dormir. Y pasado mañana será lo mismo, y dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la vejez me arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi cuerpo se marchite y mi cara se aje y tenga vergüenza de mostrarme sin artificios a la luz del sol.


El estereotipo es adherido, ya que nuestro personaje principal asume sumiso su rol de mujer y sus obligaciones como tal en la vida de cónyuge con Daniel.


Ante el espejo de mi cuarto, desato mis cabellos, mis cabellos también sombríos. Hubo un tiempo en que los llevé sueltos, casi hasta tocar el hombro... Mi peinado se me antojaba, entonces, un casco guerrero que, estoy segura, hubiera gustado al amante de Reina. Mi marido me obligó después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según el, era una mujer perfecta.


Además encontramos el estereotipo de la heroína romántica como fundamental en la narración, este es una imagen de mujer que antepone a la realización de su afectividad a todo propósito. Esta anteposición es  absoluta, se pierde el control sobre su vida y se convierte en una conducta auto destructiva, demostrada claramente en párrafos anteriores.


El suicidio de una mujer casi vieja, que cosa repugnante e inútil. ¿ Mi vida no es acaso ya el comienzo de la muerte? Morir para rehuir ¿qué nuevas decepciones? ¿ Que nuevos dolores?


Esta sumisión de nuestro protagonista se ve reafirmada al final del libro, luego que Daniel la rescata del suicidio.


Lo sigo para llevar a cabo una infinidad de pequeños menesteres, lo sigo para vivir correctamente, para morir correctamente, algún día.


Al cabo, podemos determinar que la novela está influenciado en gran parte por una imagen estereotipada de la mujer romántica, debido a sus rasgos en la concepción de la sexualidad y a sus características principales descritas en la novela.


Por ultimo, en referencia al análisis de genero, como una manera de acercarse a la literatura. Nos parece sumamente válida y aprobaría su puesta en práctica para el próximo año, ya que permite intervenir al alumno en distintas visiones literarias y en distintos modos de ver cada una, tales como el perspectivismo y la teoría del género. Desarrollando un sistema de aprendizaje atractivo e interpretativo.


Tema

Esta novela trata de una mujer que se casa con su primo (Daniel) que la conoce desde muy pequeña. Daniel era viudo y sintió mucho la muerte de su esposa por lo que le decía a la protagonista que debía ser como ella.


La protagonista no se siente feliz en su matrimonio por lo que envidia a Regina, que tenía un amante ya que ella creía que con eso iba a ser feliz por sentir todas las emociones de ello. Se obsesiona tanto en esto que cuando soñó con ese hombre de fantasía cree su propia mentira y es feliz por ello.


Sentimientos:


Infelicidad: Este sentimiento es el que nos hace sentir insatisfechos de algo y eso es los que sentía la protagonista de esta historia. Ella se sentía insatisfecha en su matrimonio no se sentía feliz, pensaba
tal vez que su esposo no la quería y esto se veía reflejado en el buscar desesperado de un amante que al no encontrar a ese hombre se lo imagina y cree que es verdad y lo asocia con todo lo que le pasa y anda pensando todo el día en él.



Esperanza: Es cuando tenemos cierto grado de tranquilidad o credibilidad de que sea verdad lo que estamos diciendo o cuando queremos que algo pase. La protagonista después de soñar con su amante piensa que es verdad su sueño, pero cuando un día de niebla decide salir para encontrarse con su amante nuevamente y le pregunta a su esposo, este le dice ciertas cosas que la dejan dudando para decidir si en realidad era un sueño o su propia imaginación o era realidad y lo que decía su esposo no era cierto, es ahí cuando se manifiesta la esperanza de encontrarlo y demostrar que no era su imaginación.

Engaño: El engaño es uno de los motivos que se manifiesta más claramente en la obra. El engaño de
Regina hacia su esposo, ya que él no sabía que su mujer tenía un amante y confiaba de que su esposa le era fiel. Tomándolo de otra forma, está presente en la propia protagonista ya que ella se está engañando así misma al creer su propia mentira y tratando de hacerla verdad.



Obsesión y Capricho: La protagonista era una caprichosa en cierto modo, ya que ella si hubiese querido no sería desdichada en su matrimonio porque se llevaban bien y ni siquiera Daniel era una persona que fuera mala, pero al ver a Regina ella creyó que sería conveniente tener un amante para sentirse más apreciada y sentir pasiones por esto, estaba tan obsesionada en esto que llegó a imaginarse a una amante y admiraba a Regina y sentía una cierta envidia porque ella poseía un amante en cambio ella no.



Personajes:


Protagonista: Su nombre no aparece en la novela debido a que ella es la narradora de esta historia y personaje principal a la vez. Se muestra como una mujer de hermosos cabellos y con una silueta bien estilizada, según lo que aparece en la novela es bella. A pesar de haberse casado no se mostraba muy ilusionada por ello, porque Daniel le pedía que fuera como su primera mujer que él decía que era perfecta y sentía que no la apreciaba mucho. Era una persona que le gustaba sentirse querida y bien amada, le gustaba experimentar sentimientos nuevos que la hicieran sentirse bien y luchó por la busca de ese amor gran parte de su vida, ya que era una persona muy sentimental.




Daniel: Uno de los personajes centrales. Era el esposo de nuestra protagonista y el hermano de Felipe, era el cuñado de Regina. Era un hombre que antes de casarse nuevamente y a comienzos de su matrimonio, no había superado la tristeza de perder a su primera esposa, por lo que no se muestra muy cariñoso con su esposa. Es un buen hermano y esto se ve reflejado en el apoyo que le brinda a


Felipe en la muerte de su esposa Regina, Daniel siempre estuvo preocupado de él y acompañándolo.


Felipe: Uno de los personajes centrales menos importantes. Como dije anteriormente, es el hermano de Daniel y esposo de Regina. Aunque no se habla mucho de él, se sabe que es una persona pasiva y muy hermanable, ya que él cuando era pequeño en una parte de la novela se menciona que iban juntos con su hermano a mirar a las muchachas que se bañaban en el estanque.




Regina: Personaje central. Esposa de Felipe. Ella era una mujer infiel, que engañaba a su esposo con un amigo de él. Ella quería mucho a su amante y por ello cuando estaba agonizando lo llamaba insistentemente para no morir sin oír su voz antes de morir. En la obra menciona que tocaba el piano y que su amante se deleitaba escuchándola y ella era feliz por eso. Tal vez lo que la llevó a darse un tiro fue alguna pelea que tuvo con él.


El Amante de la protagonista: Si es descrito, es el único personaje del cual tenemos una descripción.


Tiene cejas arqueadas, que le prestan un aspecto casi sobrenatural. Huele a fruta, a vegetal, es rápido, violento, definitivo, también tierno, tiene piernas largas, mira atentamente (no habla), un vello castaño oscuro que lo envuelve de pies a cabeza, de ojos claros. En cuanto a su personalidad no aparece bien descrita por la autora, pero de lo que se puede apreciar es una persona directa y precisa.



Ambientes:

Ambiente físico: La casa de la protagonista y su esposo, está ubicada fuera de la ciudad, pero no lejos de ella, está a unos pocos kilómetros. Parecía ser una de las antiguas casas en donde había viejos pianos, se encendía la chimenea y al lado de ella las mujeres se preocupaban de tejer en el invierno.



Otro lugar es el lugar que ella describe cuando va en busca de su amante, por ello sale de la clínica y pasea por la ciudad buscando la casa a la cual su amante la llevó. En la ciudad hay una plazoleta de verdes prados y las calles dan la impresión de ser solitarias en ese día de densa neblina.


Ambiente psicológico: Los ambientes en los cuales estaba la protagonista eran incitativos para necesitar el cariño y la comprensión de otra persona. Según esta novela, la protagonista pasaba la
mayor parte del tiempo sola ya que en ese tiempo los hombres salían de la casa y la mujer se que daba haciendo los quehaceres de la casa, esto le afectaba ya que como era excesivamente sensible necesitaba de que su marido no fuera tan inmaduro y no pudiera sacarse de la cabeza a su primera mujer. Otro tipo de ambiente era cuando estaba Regina y su amante, ella parecía ser feliz por tener aun amante por lo que provoca. Como una envidia en la protagonista y al observar esto fue creciendo cada vez más.



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