domingo, 6 de mayo de 2012

RECUERDOS DEL PASADO (1814 – 1860) - Vicente Pérez Rosales


CAPITULO II

Valparaíso._ Primera lección de Derecho Internacional
positiva._ — Lastra. — Carrera. — Derrota de Rancagua. —
Osorio. —Juan Fernández. Juan Enrique Rosales. — Su hija
Rosario. — prisión de mi madre. — Felipe Santiago del
Solar.

        Entonces como ahora, en los veranos, muchas familias, de Santiago, por buscar expansión y mejor aire, trocaban las comodidades del aristocrático
hogar, ya por las rústicas e incómodas ratoneras de sus casas de campo, ya por los no menos incómodos alojamientos que se procuraban en los puertos marítimos, a donde acudían a bañarse, a torear la ola, a ver barcos y a recoger caracolitos para regalar a las amigas a su vuelta a Santiago.
        Y tenían razón de huir de tan poco higiénica población la gente en los veranos.
En pos de respirar más puros aires, encontrábase entonces mi familia respirando el que en aquella época corría en el desgreñado Valparaíso; ambiente que, si entonces era hediondo, merece por lo menos el premio de la perseverancia, pues ha sabido conservar, si no aumentar, sus quilates hasta la época presente.
        Nuestro Valparaíso comenzaba apenas en el año de 1814 a abandonar la cáscara que encubría su casi embrionaria existencia. La aristocracia, el comercio y las bodegas se daban la mano para no alejarse de la iglesia matriz; y el gobernador vivía encaramado en el castillo más inmediato, que era uno de los tres que defendían el puerto contra las correrías de los piratas. Lo que es ahora suntuoso Almendral, era a modo de una calle larga formada de ranchitos
y de tal cual casucho de teja, arrabal por donde pasaban, para llegar al puerto, las chillonas carretas y las pocas recuas de mulas que conducían frutos del país para embarcar y para el escaso consumo de aquella aldea. Toda la playa, desde ese extremo al otro de la bahía, era un desierto que sólo visitaban las mareas, y en el cual, en medio del sargazo y junto a algunas estacas donde los pescadores colgaban sus redes para orearlas, se veían varados algunos de los informes troncos de árboles ahuecados que llevan aún el nombre de canoas.
        La comunicación del puerto con el Almendral no era tampoco expedita, puesto que el mar, azotando en las altas mareas con violencia las rocas de la caverna llamada Cueva del Chivato, cortaba en dos partes la desierta playa..
Recuerdo que la policía, para evitar los robos que solían hacerse de noche en aquel estrecho paso, colocaba en él, suspendido de una estaca, un farolito de papel con su guapa vela de sebo de las de a cinco al real. Con decir que los zapatos se mandaban hacer a Santiago. Basta para dejar sentado que, después de San Francisco de California, con iguales recursos, ningún pueblo de los conocidos ha aventajado a Valparaíso, ni en la rapidez de su crecimiento ni en su importancia relativa, sobre las aguas los mares occidentales. 
         Entre los contados cascarones que mecían las aguas de aquella desierta bahía, sobresalía imponente, al mando del bizarro comodoro David Porter, la hermosa  Essex, fragata norteamericana de cuarenta cañones, cuya alegre marinería en los cerros, y su no menos festiva oficialidad en los planes, daban a la dormida aldea un aspecto dominguero, lo cual por lo mismo que era bueno, no pudo ser de larga duración.
        Habían ocurrido de nuevo al desastroso recurso de las armas la antigua madre Inglaterra y su altiva y recién emancipada hija Norteamérica.
Buscábanse sus respectivas naves en todos los mares para despedazarse, cuando, en medio del contento que esparcía en Valparaíso la estadía de la Essex, se vio con espanto en la boca del puerto aparecer en demanda de ella a la Phoebe y a la Cherub, dos poderosos buques de guerra británicos que, a todo trapo, tiraban a acortar las distancias para cañonearla.
        Hízose fuego desde tierra para indicar a los agresores, con los penachos de agua que levantaban las balas de nuestros castillos, hasta dónde alcanzaba nuestra jurisdicción marítima y el propósito de sostener nuestra neutralidad en ella, lo que parecieron comprender los ingleses, pues ese día y el siguiente limitaron su acción a simples voltejeos fuera de tiro de cañón.
        Recuerdo que, en la tarde del día 28 de marzo, cuando estaban en lo mejor vaciando algunas botellas en casa de las Rosales algunos de los oficiales
de la Essex que habían bajado en busca de provisiones frescas, el repentino estruendo de un cañonazo de ésta les hizo a todos lanzarse a sus gorras, y sin más despedida que el fantástico adiós para siempre del alegre y confiado calavera, saltar, echando hurras en su bote.
        Muchas familias acudieron a los cerros para mejor presenciar lo que calculaban que iba a pasar, y vimos que la Essex, aprovechando de un viento fresco y confiada en su superior andar, se disponía a forzar el bloqueo, ya que no le era posible admitir el desigual combate que se le ofrecía, cuando las naves inglesas, temerosas de que se les escapase la codiciada presa, la atacaron en el mismo puerto. Faltóle el viento a la  Essex en su segunda bordada, quedando en tan indefensa posición que llegamos a creerla encallada, y allí a pesar de los disparos de nuestras fortalezas, para que los ingleses no siguieran su obra de agresión dentro de nuestras mismas aguas, fue la Essex despedazada y rendida.
        Tal fue la primera lección de Derecho Público, positiva y práctica que me hizo apuntar en la cartera de mis recuerdos la culta Inglaterra, pues ni siquiera dio después al amigo, cuya casa había atropellado, la más leve satisfacción.
        Vueltos a Santiago, no tardamos en convencemos de que el año de 1814, año de disturbios y de desaciertos, de glorias y de desastres, no debía de terminar antes de grabar con su propia mano, en la sangrienta lápida destinada a cubrir los gloriosos restos de la Patria Vieja, su mortuorio epitafio. Mas, no siendo mi propósito entrar en el dominio de la historia al sacar del olvido estos recuerdos, no debe extrañarse que dejando esa tarea a más calificadas plumas, concrete estos apuntes a señalar los hechos íntimos que yo mismo he presenciado, y a dibujarlos tales como se me presentaron, desnudos de comentarios y de antojadizas apreciaciones.
        Gobernaba entonces en Santiago, con el título de Director Supremo del Estado, el cumplido y recto caballero, coronel don Francisco de la Lastra, patriota sin miedo y sin tacha, quien, después de haber servido en la real armada española, había entrado, sin titubear, en el torbellino revolucionario en obsequio de la libertad de su patria. Desgraciadamente, la honradez del caballero y el puro y desinteresado patriotismo no eran entonces prendas capaces, por sí solas, de sostener a nadie en lo alto del poder.
        Para conseguir ese propósito, era necesario que a tan apreciables dotes se uniesen el arrojo y la suspicacia que acompañan siempre a la ambición, y Lastra era tan poco ambicioso cuanto confiado en demasía.
        Entre dos bandos políticos que se disputaban porfiados el manejo de las riendas del Estado, descollaba el carrerino, en el cual figuraban en primer término, al lado de muy distinguidos hombres de letras y de valía, el brillante don José Miguel, el adamado don Luis y el jayán de la familia, don Juan José Carrera. Militares los tres hermanos e igualmente exaltados. patriotas, don Luis y don Juan José reconocían a don José Miguel como jefe de la familia y del partido, tanto por su talento y sus conocimientos militares, cuanto por las consideraciones de general aprecio que supo granjearse desde los primeros días de su llegada de España al seno de su patria.
        Este joven, que tan brillantes cuanto dolorosas páginas ocupa su vida en la historia de los primeros tiempos de nuestra emancipación política, había llegado a Chile poco después de la instalación de nuestro primer ensayo de Congreso, precedido del honroso antecedente de haber abandonado en España el seguro y, para su edad brillante puesto de teniente coronel de
Húsares de la. reales ejércitos, por correr los azares y peligros de una revolución de dudoso éxito, ro que podía, tal vez, dar por resultado la emancipación de su patria del dominio español.
        Acompañaban a su feliz estrella, para hacerle desear en los estrados, su figura bien proporcionada, su más bien alta que mediana estatura, su carácter festivo y travieso, su donairosa conversación sazonada de pullas gaditanas que aceraba su natural talento, la soltura y desembarazo del soldado caballero, el fantástico y siempre elegante modo de vestirse, y su exquisita galantería para con las damas; para captarle el aprecio de la. hombres pensadores, sus ideas republicanas, su desembarazado arrojo para emitirlas, sus conocimientos militares y el ningún empacho que tenía para sacar impávido la cara en los peligros que podían surgir de su franca energía; y para hacerle ídolo del soldado y del bajo pueblo, su llaneza, su afectado desprecio a las clases privilegiadas y su generosidad, que rayaba en derroche.
        Con semejantes prendas, fácil hubiera sido deducir hasta dónde hubiera podido alcanzar este Alcibíades chileno a quien tan poco le costaba ser docto entre los doctos, Lovelace entre las mujeres, grosero y travieso en los arrabales, y soldado en los cuarteles, si la ambición de ser entre todos el primero, le hubiera permitida esperar los acontecimientos que junto con otra preparaba, en vez de precipitarlos.
        Fueron los tres hermanos Carreras, y muy especialmente don José Miguel, íntimos amigos de la familia de los Rosales. Así es que no nos causó extrañeza, cuando volvimos de Valparaíso, encontrar ocultos y asilados. en nuestra casa al loco de José Miguel, como lo apellidaba por cariño mi abuelo don Juan Enrique Rosales, y a su hermano Luis, recién escapados. de la cárcel de Chillán, a donde el torbellino político los había arrojado. 
        Es mucho más difícil y aun peligroso de lo que parece, estarse en los términos medios en política. No tenía mi familia motivo alguno para ser enemiga de Lastra, tenía motivos para estimar a Carrera y a O'Higgins, bizarro rival de éste, y todos dispensaban a mis padres cariños y respetos debidamente correspondidos.
        La presencia de los Carreras en casa, el desenfado y aun la imprudencia con que don José Miguel salía y entraba de noche en ella, recibía visitas de encapados y despachaba emisarios, tenían alarmada a la familia, que temía por instantes verse arrastrada por la corriente de las circunstancias a hacerse reo de actos que no aceptaba, pero que la amistad la obligaba a tolerar. Esta situación no estaba ni podía estar destinada a ser de larga duración.
        
La noche que precedió a la violenta deposición del Director Supremo don Francisco de la Lastra, tuvo don José Miguel, en la antesala de casa, una acalorada bien que amigable discusión, con mi madre doña Mercedes Rosales.
Procuraba éste tranquilizarla, desvirtuando con alegres chistes las serias reflexiones que la señora le dirigía; tanto que llegó el momento en que ella, amenazándolo con el abanico, le dijo estas palabras, cuyo significado vine a comprender después: “¡Hasta cuándo eres loco, José Miguel! ¡Mira que al cabo te ha de suceder alguna desgracia; espera siquiera que llegue mi padre!” Don José Miguel, que parecía en ese instante más preocupado de lo que pensaba que de lo que oía soltando una sonora carcajada después de haber mirado su reloj, cogió precipitado el sombrero, y con un  tenga usted cuidado, misiá Merceditas; haga usted de cuenta que ya el pájaro está en la jaula y, por si acaso, asegure la puerta de calle”, se dirigió por los corredores del interior hacia la de la cochera, por donde solía manejarse, y desapareció.
        Al día siguiente fue Lastra arrojado del poder.
En la fresca mañana del día 1 de octubre de 1814, el amodorrado Santiago de 1809, lanzado un año después en el torbellino revolucionario que inició la era de la emancipación política del conocido, aunque no sé por qué llamado Reino de Chile, presentaba el aspecto de un pueblo desasosegado en cuyo ánimo alternaban, con febril afán, la alegría y el temor, la esperanza y el desconsuelo; y no sin causa, pues echábase en aquellos momentos a la dudosa suerte de las armas, en la heroica aldea de Rancagua, el porvenir del país como nación independiente.
         Mal cimentado aun el gobierno patrio por haber sido presa hasta entonces de las naturales convulsiones que siempre agitan a los pueblos en la época de su regeneración política, y sorprendido en medio de una revolución
fratricida por las fuerzas españolas que venían a la reconquista al mando de don Mariano Osorio, marchando sobre la capital, no había quedado a los jefes patriotas, tardíamente  arrepentidos de su locura, otro arbitrio que el de abrigarse en la indefensa
Rancagua, donde hacían a la sazón los más desesperados esfuerzos para defenderse.
         A los sostenedores de nuestra emancipación política, a los que apenas comenzaban a gozar de sus envidiables frutos, no les era posible resignarse a perder, de un solo golpe, lo que con tantos sacrificios habían adquirido.
        Santiago, agitado en el día, no durmió en la noche; carreras de caballos por las calles, gritos sediciosos, vivas y mueras a la Patria, rumores y noticias confidenciales, pero siempre aterradoras y siempre embusteras, fomentaban la más cruel ansiedad en el ánimo de los comprometidos al propio tiempo que despertaban frenética alegría en el de los adictos a la corona.
        Llegó, ignorándose aún lo que pasaba, la primera luz del día 2, tan funesta cuanto gloriosa para nuestras melladas armas. Expresos matando caballos
llegaron del lugar de la catástrofe gritando todo se había perdido;.y como todos recordaban aquella altanera intimación de Osorio dirigida Alos que mandan en
Chile: “que si no se rendían a las tropas reales, haría la guerra a sangre y fuego sin dejar piedra sobre piedra”. puede deducirse que esperaban que sucediese en Santiago, en caso de resistir, lo que ya daban por hecho que. habría sucedido en Rancagua. Antes de entrarse el sol y en el resto de la triste noche de aquel aciago día, fracciones destrozadas de nuestro ejército, hombres y mujeres a pie, llevando a cuestas parte de su ajuar y a sus pequeños hijos de la mano, pintado el terror en sus semblantes, invadieron los barrios del sur, sin que se oyese por todas partes otra exclamación que la terrífica “¡ya nos alcanza el enemigo!” Pero lo que acabó de sembrar el terror en el angustiado Santiago, fue menos la confirmación de la derrota que la seguridad de la inmediata y precipitada partida de nuestros dispersos destacamentos hacia la cordillera de los Andes. Templos, oficinas fiscales, depósitos de guerra, todo se puso a contribución por los fugitivos jefes del destrozado bando patrio, con el propósito de privar de recursos a los vencedores. Así fue que lo que no pudo llevarse, se entregó al saquero. 
        De paso para Aconcagua, don José Miguel Carrera tuvo una conferencia en casa de mis padres con mi abuelo Rosales para tranquilizarlo, asegurándole que la desgracia de Rancagua no era definitiva, puesto que en pocos días más, rehecho en Aconcagua, volvería arrojar a los españoles de Santiago. O’Higgins,
íntimo amigo también de mi familia, no parecía abrigar las mismas esperanzas puesto que al despedirse precipitadamente de ella, a consecuencia del aviso de que las fuerzas de Elorreaga seguían a marchas forzadas a los dispersos, dijo a mi padre con enfurecido semblante: “¡Carrera no más tiene la culpa de cuanto pasa!”
        Huía el soldado; ¡cómo no habla de huir el simple particular comprometido!
La gente de escasa fortuna, al ver que el rico huía, poseídas del mayor terror, huyeron también; y así es que por muchos días consecutivos después del de la catástrofe de Rancagua, se vieron pobladas las peligrosas laderas de los Andes con soldados desmoralizados, con mujeres, con niños y con ancianos, que sólo veían su salvación tras las nevadas crestas de aquella sierra. Las solitarias casas de las incultas haciendas de aquel entonces sirvieron de asilo a los patriotas que, por su edad, o por sus achaques, no pudieron seguir a los demás para Mendoza; y mi debilitado abuelo con sus hijos y sus nietos, sirviéndole de cariñoso báculo su tierna hija Rosario Rosales, se ocultó en los ranchos de Tunquén de las Tablas, cerca de Valparaíso.      
  Tras la huida de los comprometidos, tras el completo abandono de sus casas, provistas entonces de todo, era natural que el robo, el saqueo y muchas veces la muerte, imperasen en la desgraciada Santiago, desórdenes y escándalos que sólo terminaron con la llegada de los primeros destacamentos de los vencedores, y sobre todo con la fastuosa y triunfal entrada de Osorio, verificada el día 9.
        
 La población no sólo se componía de partidarios de la independencia; habitaban también en Santiago muchísimas familias adictas al régimen colonial, y lo probo el grande entusiasmo con que el pueblo, vestido de gala, solemnizó en la entrada del vencedor el fausto acontecimiento de la vuelta de Chile, hijo pródigo entonces, al se-no de la Real Corona de Castilla. Arcos triunfales, banderas y cortinas de seda en los balcones, repiques de campanas, pregonaban el  general contento, y flores desparramadas con profusión señalaban, sobre el pavimento de las calles, el fastuoso rastro que iba dejando en ellas la satisfecha comitiva de aquel afortunado redentor que tantas lágrimas había de hacer verter después a muchos de los mismos que con tanto alborozo le recibían.
        Rancagua fue, pues, el sepulcro de aquella Patria Vieja tan mentada que, desde su primera infancia, supo en su misma cuna ostentar, como Alcides, el poder de su voluntad y de su fuerza. Nacida el 18 de septiembre de 1810 para lanzarse, sin más brújula que el patriotismo al través de las borrascas que levanta siempre el huracán de las emancipaciones políticas, sólo después de haberla arrastrado durante cuatro años consecutivos, luciendo siempre en ellas, bien que con algunos naturales desaciertos, cuantas virtudes cívicas, cuanto heroísmo y cuanta patriótica poesía pueden engalanar el corazón humano, murió como el fénix, legando a Chile aquéllas gloriosas ceni- zas que debían renacer inmortales en Chacabuco con el nombre de Patria
Nueva.
        Bajado el telón que separa el primero del segundo acto del sangriento drama de nuestra emancipación, Osorio y después de él Marcó, guiados por la mano de una política mal entendida, arbitraria y cruel, parece que sólo se ocuparon en no errar desaciertos para provocar la reacción.
        Puede ser que Osorio, al llegar a Santiago, abrigase, como lo aseguran algunos escritores peninsulares, el pensamiento de seguir una política de conciliación tal, que captándose las voluntades de los adustos republicanos que acababa de vencer, adquiriese al mismo tiempo, a fuerza de dulzura y de actos de equidad, lo que no era dado exigir del mal entendido rigor; pero desgraciadamente, presupuesto semejante pensamiento, no pasó esto de ser un ligerísimo destello de cordura. El corazón de ese hombre no era bueno, y si lo fue, será forzoso convenir en que las sugestiones del miedo y las de los malos consejos pueden provocar actos de fiera en las almas más bien puestas.
         Comenzó este terrible jefe desde el mismo día en que colocó su sala de despacho en la casa del Conde de la Conquista, lugar de su primer alojamiento, por desmentir con tanto disimulo cuantos dichos de rigor se le hablan atribuido, y por aparentar tanta mansedumbre y natural dulzura para con los vencidos, que estos llegaron hasta creerle sincero; y aún recuerdo haber visto a hombres muy respetables alzar, en casa de mis padres, las manos al cielo en actitud de darle gracias por tan inesperado beneficio.
        Bien poco duró, sin embargo, el motivo de esta efusión de reconocimiento, puesto que aún no se habla secado la tinta con que se firmaban las promesas, cuando viendo el confiado redil al alcance de su garra, ese lobo, que en vano ha querido justificar la historia, se sobré él.
        El recuerdo de la brutal e inútil tiranía que desplegó Osorio a los doce días de su entrada en Santiago sobre cuantos padres de familia y cuantos hombres de su posición podían honrar a su país con sus talentos y con sus virtudes, vivirá en la memoria de los chilenos tanto tiempo cuanto fuere el de la duración de nuestra historia.
         El aspecto que presentaba la plaza de Santiago la tarde del día 2 de noviembre de 1814, invadida por una multitud de gente, cuyos semblantes traslucían ya la simple curiosidad, ya el dolor o ya el gesto de la venganza satisfecha, era lógica consecuencia del atentado perpetrado por Osorio en las altas horas de la noche precedente sobre muchos de los principales y descuidados vecinos de la reivindicada capital. En el espacio que un cordón desoldados conteniendo la gente  agrupada dejaba franco en frente de la portada de la cárcel, se veían sin que muchos atinasen el porque, coma cincuenta ruines cabalgaduras, ensilladas unas, otras con simples pellejos de ovejas por monturas, y la mayor parte con bozales de cáñamo o de cuero en vez de frenos. ¡Quién, sin saberlo de antemano, hubiera podido imaginarse que aquella recua de animales maltratados y provistos de tan míseros arneses, era el único medio de transporte que una inútil crueldad proporcionaba a ilustres expatriados para llegar a Valparaíso, primer descanso de la escala del martirio que conducía al presidio de la lejana isla de Juan Fernández!
         Era, sin embargo, la verdad. Antes de cerrar el día y en medio del silencio doloroso de los espectadores, silencio que sólo interrumpía de cuando en cuando alguna brutal imprecación de un sargento de Talaveras, se vio salir con tardo y enfermizo paso, del portal de la cárcel un grupo de más de cuarenta respetables patriotas, los cuales, a pesar de su merecimiento, del respeto que inspiran las canas, y de los miramientos que dispensan siempre los corazones bien puestos a la desgracia, fueron obligados, poco menos que a empellones, a cabalgar, y sirviendo su dolorosa y ridícula apostura de tema para brutales risas, a marchar bajo una fuerte custodia para el vecino puerto. 
        Así caminaron para su destino, sin más ajuar que la ropa que llevaban puesta, ni más alivio en tan penoso viaje que el que podían adquirir de sus guardas, con el poco oro que el acaso les permitió llevar consigo cuando fueron prendidos, Rojas, Cienfuegos, Egaña, Eyzaguirre, Solar y tantos otros distinguidos patriotas que por muy conocidos no menciono; pues será sobrado decir que no quedó nombre considerado que no figurase en la lista de los proscritos, ni casa respetable de Santiago que no vistiese luto- por la suerte que a sus deudos o amigos esperaba.
        La próvida naturaleza,, que ha derramado siempre sobre la mujer chilena, junto con los encantos de la hermosura, los atractivos de la virtud, parece que se hubiese complacido, en aquel entonces, en concentrar en Rosario Rosales, niñez, hermosura y un inagotable tesoro de amor filial.
         Sorprendida aquella tierna niña con los alaridos de la familia de su anciano padre, don Juan Enrique Rosales, al ver que una tropa de soldados, atropellándolo todo, le arrancaron del lecho para arrojarlo, enfermo como estaba, a una cárcel en la tenebrosa noche en que se dio aquel odioso golpe de autoridad; envuelta con precipitación en su mantilla, sin consultar a nadie, ni darme cuenta de lo que hacia, siguió desatentada a los raptores del única bien que poseyó en el mundo; mas, al llegar a la cárcel, al oír el ruido de la reja que se cerraba tras de él, la naturaleza, recobrando sus fueros, la derribó  desmayada sobre las frías baldosas de la entrada de aquel temido lugar.
Recogida por los hermanos que siguieron tras de aquella desgraciada personificación del amor filial, apenas volvió en sí cuando perseguida por la idea de que iban a matar a su padre, corrió despavorida a golpear en todas las casas donde el instinto le decía que podía encontrar a quien, apiadado de su situación, intercediese por la conservación de vida tan preciosa; mas, como en todas partes, sólo encontrase, bien que con buena voluntad, la indecisión del desconsuelo, venciendo todas la dificultades que el adusto Osorio oponía a cuantos intentaron hablar con él en los momentos supremos de la deportación, el ángel del amor filial bañó en vano con suplicantes lágrimas las inmundas botas de aquel sátrapa. Don Juan Enrique Rosales había sido miembro de la primera Junta Patriota erigida para baldón de España el 18 de Septiembre de 1810; era preciso, pues, que él, así como sus compañeros Marín, Encalada y Mackenna, pagasen tan- atroz atentado contra la Corona de Castilla.
         Rosario, acompañada de su hermano Joaquín siguió la escolta de su cautivo padre, quien, junto con sus demás compañeros de desgracia, llegó a la aldea de Valparaíso a los tres días de un penoso viaje.
         En este villorrio, que por la emoción que causan en mi viejo corazón los tristes recuerdos de aquella época, no describo ahora, existía entonces, por fortuna para los recién llegados, el caritativo y bondadoso español don Pablo
Casanova, quien de limosna, porque ésta es la palabra que traduce sus actos, mantuvo a los prisioneros los tres días que permanecieron en tierra, mientras se alistaba la barca Sebastiana, que debía transportarlos a Juan Fernández. 
         La hija del anciano Rosales, entretanto, para conseguir siquiera que se le permitiese compartir con el autor de sus días el destierro, repitió en Valparaíso en casa del jefe de la plaza la misma escena que le habla valido en Santiago la cruel repulsa del mandatario Osorio. Fue, pues, al segundo día de su llegada, a depositar sus lágrimas y sus ruegos a los pies del gobernador del puerto, que lo era entonces el comandante de fragata de la Real Arruada, Ballesteros.
        Voy a consignar las palabras con las que, en tiempos más serenos, me refería mi tía este lance de su azarosa vida: “Después de una hora de angustiosa espera, se dignó darme audiencia Ballesteros, quien, sentado en su escritorio, parecía conferenciar con algunos oficiales del ejército. Aquel frío qué se le ofrecía? que me dirigió el gobernador con terca seriedad, sin siquiera dignarse ofrecerme un asiento, me quitó desde luego la poca esperanza que abrigué hasta que estuve en su presencia. Me oyó impasible tartamudear mi súplica, y al ver que en los momentos de silencio en que me ahogaba el llanto, en vez de contestarme parecía entretenerse es trazar distraído, sobre una  hoja de papel, algunos garabatos que después borraba sin saber por qué, ya parecía inútil mi insistencia, cuando el gobernador encarándome con dureza estas palabras: ¡basta de lágrimas, señora, lo que no se puede no se puede!... ¡no sé cómo no me caí muerta! No pude retirarme. La imagen de mi padre enfermo, muriéndose en el desamparo del destierro, sin tener a su lado ni siquiera una mano amiga que le cerrase los ojos, me habla dejado como petrificada, lo cual, visto por el gobernador, al parecer impaciente por mi tardanza en despejar la sala, me asió entre brutal y comedido y me condujo a la puerta del despacho, donde arrojando un papel al lado de afuera, me volvió con desenfado la espalda. Dios me inspiró que levantara del suelo aquel papel, que leído momentos después, contenía estas palabras que sólo el gobernador y yo podíamos interpretar:
Embarcarse, como para viajar... Supe después, continuaba mi tía, por el contador de la Sebastiana, que entre otras cosas que el gobernador habla hablado con el capitán de esa nave, le había dicho: “en caso que la chica de esa buena pieza de Rosales deseare acompañar a su padre, déjela usted que le acompañe, que no por ser mujer, deja de ser insurgente”.
        Esa tira salvadora de papel, conservada como reliquia por mi tía hasta sus últimos momentos, obra en mi poder, y la conservo como un fehaciente testimonio que caracteriza el espíritu que dominaba en aquella época, en la cual, hasta para hacer mercedes, tenían los dependientes de Osorio que parecer brutales.
         La vida del anciano patriota don Juan Enrique Rosales, la de su hija
Rosario la de cada una de las víctimas que compartieron por igual delito las angustias y privaciones del destierro a Juan Fernández desde el día de su cautiverio hasta el 25 de marzo de 1817, época de su repatriación por
O’Higgins, es un drama que no entra en mi propósito narrar.
         Contábase entre los vecinos de Santiago que no siguieron el camino de Mendoza, ni tampoco el de Juan Fernández o el de las casamatas de los castillos de El Callao, mi padrastro doctor don Felipe Santiago del Solar, a quien daba yo y doy todavía el nombre de padre. Era éste-uno de los acaudalados y tenaces patriotas a quienes la política de Osorio convenía atraer o arruinar. No habiendo podido conseguir el logro de la primera parte de esta terrible disyuntiva, entró Osorio de lleno en la segunda, imponiendo a Solar tal copia de contribuciones, de préstamos y donativos forzosos, que, a no haber sido por las relaciones mercantiles que conservaba aquella poderosa casa en Buenos  le hubiera arruinado por completo. Parecióle esto, sin embargo, poco al despiadado mandatario; quiso tocar cuerda más sensible para reducir al incorregible insurgente, y su exquisita crueldad le sugirió la idea de herir al rebelde en el corazón, encarcelando a mi madre.
         Al ver la tenacidad con que Osorio procuraba la ruina de los intereses de Solar, no parece sino que este suspicaz mandatario sospechaba el papel que debían desempeñar en la obra de la emancipación americana el ardiente patriotismo y las riquezas de su perseguido; pues, apenas entró el año de , cuando aquella sospecha se tomó en presagio, como consta del documento histórico que a continuación copio, por no ser ‘de todos conocido:
"Lima, Octubre 4 de 1833
         Reconócese por el Estado a favor de don Felipe Santiago del Solar 60.000 pesos en parte de la cantidad que le declaró el Congreso en 3 de diciembre de 1832, por resto del saldo de las cuentas respectivas a la habilitación del ejército Libertador que vino al Perú en 1820 al mando del general San Martín, cuya será satisfecha en el modo y en las oportunidades que lo permitan las actuales exigencias del erario. — Tómese razón en la Contaduría General de Valores y Tesorería General. — Gamarra.
        No hablan transcurrido tres semanas después de la salida de la Sebastiana cuando recibió ese nuevo golpe mi familia. Corría la tarde del ¡7 de noviembre y, al abrigo del corredor que daba al jardín, procuraba en vano mi padre calmar el llanto que arrancaba a su esposa el doloroso recuerdo del destierro de su anciano padre, cuando fue interrumpido por el extraño aviso de que un carruaje custodiado por soldados se acababa de detener en la puerta de calle.
        Corrimos mi hermano Carlos y yo a averiguar lo que aquello significaba, y no tardamos en ver salir del carruaje a un militar rechoncho, bajo de cuerpo, anchó de espaldas, pescuezo corto, cara expresiva y anchos bigotes castaños.
Iba vestido con afectación, y en su alto morrión, que no decía con su estatura, llevaba esculpidos en latón amarillo, junto con la corona, los leones heráldicos de España.  Este personaje, que nos llenó de miedo, después de atravesar con desembarazo y seguido de dos soldados el primer patio: ¡Ah de casa! Gritó en la antesala, y mi padre, que le salió al encuentro, saludándole con el nombre de señor don Vicente San Bruno, le preguntó la causa que le proporcionaba la ocasión de verle. San Bruno contestó: “Yo no le busco a usted. Todo por su orden, pero no tenga usted cuidado por eso, que no ha de tardar mucho en que nos veamos más de cerca las caras. Busco a doña Mercedes Rosales, y es lástima que sea tan guapa moza esa insurgente... ¡Vamos, no perdamos tiempo!” Intimada la orden de prisión a la madre querida, junto con el ademán de asirla de un brazo, Carlos y yo, dando alaridos, nos lanzamos sobre San Bruno, quien de un solo revés al proseguir su marcha, tendió a los dos pobres niños sobre las piedras del patio.

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